El Barcelona llega al último tren al título con suficiente tiempo. Seguramente no lo perderá. Alzará el fin de semana que viene esta Liga marcada por un despliegue futbolístico fastuoso, desenfocado a veces por temblores intermitentes, en buena parte provocados por su gran rival, que no ha desfallecido en su empeño por desgarrarle a los culés su traje de seda, desgastado por el uso en más competiciones y partidos. Ahora, el Real Madrid se pone en manos de Javier Clemente y su Valladolid, que visitará el Camp Nou en el día del juicio final. [Estadísticas] [Vea y opine: ¿Está sentenciada la Liga?]
En Sevilla, el Barça fue campeón un rato, pero a eso de las diez y 20 de la noche se produjo el eclipse. Se le nubló la luz y astros ocultos devinieron en partido angustioso lo que había sido un baño de satisfacción y euforia. El Barcelona ganaba 0-3, había encarado situaciones de sobra para doblar su bolsa... Que de repente pinchó y algo parecido al pánico comenzó a escalar por los esqueletos de los líderes de la Liga.
El eclipse y los malos augurios procedieron de todas direcciones. El Sevilla, descosido y con 10 por doble amarilla de Konko, había recibido un verdadero rapapolvo. También desgracias médicas, como las lesiones de Fazio y Adriano. El Barcelona lo había mareado, lo había condenado a su cuarto oscuro contando como contaba con todo su arsenal ofensivo (Capel, Navas, Kanouté y Luis Fabiano). Para colmo, el Depor no terminaba de hincarle el diente al otro pretendiente de la cuarta plaza, el Mallorca. Todo negro.
Y de repente, un torrente de luz. Hacia las 10.20 horas llega de Riazor la noticia del gol de Riki. No todo está perdido. Luis Fabiano gana una pelota, inventa un pase adelantado a Kanouté, este se filtra entre centrales y elude la salida de Víctor Valdés. Un minuto y pico después, una absoluta falta de concentración en una falta, la saca pícaro Zokora y Luis Fabiano se encuentra con Valdés delante y el defensa azulgrana más próximo a 20 metros.
El Barcelona se había perdido en filigranas con el marcador atado y bien atado, eso creía, gracias a los goles de sus tres delanteros titulares: Messi, Bojan y Pedro. El Real Madrid se dejaba un jirón de piel ante el Athletic en el Bernabeú y en el Ajuntament de Barcelona sacaban brillo y un ejército de protección civil hacia el entorno de Canaletes. Cerca de esa hora fatídica antes de las diez y media, habían errado Messi, a puerta bien cubierta por Palop; Bojan, a meta descubierta, y, de nuevo, el portero sevillista sacaba el remate del 'noi' de Linyola.
Y en un momento, oscuridad total en el líder: el Sevilla lo aturdía con ese uno-dos de sus dos delanteros, el Madrid empezaba a descorchar goles en una borrachera de remates a 450 kilómetros de allí y en la mente de los azulgrana se sucedieron imágenes de terror, revoluciones y regímenes derrocados por la rebelión. Como poco, el Barça sintió la necesidad de plantear una defensa en las antípodas de su exhibición inmediatamente anterior, una de las mejores fases de juego que haya derrochado esta temporada.
Guardiola se lo temía. Cuando Kanouté marcó el primero, casi se rompe el puño de golpear rabioso la marquesina de su banquillo. Lo de Luis Fabiano tenía culpabilidades compartidas por todo el equipo de Busquets hacia atrás. Pero entonces, en lugar de autolesionarse y proferir maldiciones, intentó ordenar a sus pupilos, aconsejarles pausa e introducir cambios para que el reloj corriera sin más daños.
Los campeones, cuando quieren serlo, deben ser tiernos, flexibles y, en ocasiones, feos y malencarados. Siempre que no quede más remedio.
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