Socialist Worker
La
respuesta oficial (incluyendo, por supuesto la de los medios de la
clase dirigente) a la muerte de Margaret Thatcher consistirá en tratar
de embalsamarla en su “calidad de estadista”. Traducido del inglés para
Rebelión por Beatriz Morales Bastos |
Quienes recuerdan lo
que Thatcher hizo a los mineros (y a muchas otras comunidades de la
clase trabajadora) preferirán inmortalizarla como el poeta Shelley
inmortalizó a otro político conservador, Lord Castlereagh, después de la
masacre de Peterloo en 1819: “Encontré el asesinato en el camino/ tenía
una máscara como Castlereagh”.
Y es que a lo que se dedicaba Tatcher
era al asesinato. A veces el asesinato era metafórico (de industrias y
comunidades). Con todo, destruyó vidas humanas.
Otras veces el
asesinato era real. Supervisó la guerra sucia que se estaba
desarrollando entonces en Irlanda. La crueldad de Tatcher también se
hizo manifiesta cuando condenó a los huelguistas de hambre irlandeses a
la muerte en vez de concederles el reconocimiento como presos políticos
por el que estaban luchando.
Los 907 miembros del personal militar
argentino y británico muertos en las Islas Malvinas en 1982 no habrían
muerto si Thatcher no hubiera decidido retomar por la fuerza una absurda
anomalía colonial. Su legado fue que continuara la posesión británica
de las Malvinas, lo que sigue envenenando las relaciones con Argentina.
Thatcher
se regodeaba con la guerra. Cuando finalmente su gobierno decidió
prescindir de ella en noviembre de 1990, suplicó permanecer como primera
ministra hasta que terminara la guerra que estaba por llegar contra el
Iraq de Saddam Huseín.
Aunque fue moralmente despreciable,
probablemente Thatcher podía afirmar que fue la última dirigente
británica de importancia histórica mundial. Asumió el cargo en mayo de
1979 en una coyuntura histórica crítica.
En aquella década la
economía mundial estaba entrando en su segunda gran recesión, prueba de
que el largo periodo de bonanza de las décadas de 1950 y 1960 había más
que acabado. Por debajo de la crisis económica hubo un brusco descenso
de la tasa de beneficio sobre el capital en comparación con los años del
último periodo de bonanza.
Recuperar la rentabilidad exigía
forzar la tasa de explotación de los trabajadores. Pero, particularmente
en Gran Bretaña, la clase dirigente estaba atrapada entre la espada y
la pared. Se enfrentaba a una clase trabajadora bien organizada y
combativa que durante el periodo de bonanza había construido en los
centros de trabajo una poderosa estructura organizativa de base.
El
movimiento de los trabajadores británicos, dirigido por los mineros y
estibadores, había acabado con el predecesor conservador de Thatcher,
Ted Heath, entre 1972 y 1974. La gran revuelta por el jornal de
1978-1979, el “invierno del descontento” que destruyó el Contrato Social
introducido por los laboristas después de Heath, mostró la persistente
fuerza de este movimiento.
Antes de que Thatcher ganara las
elecciones generales de 1979, ya se había calificado a sí misma de “Dama
de Hierro” para representar una forma de hacer política de la clase
dirigente mucho más dura y combativa de lo que se había vuelto común en
los años del periodo de bonanza. Desenterró las ortodoxias del libre
mercado que habían sido enterradas con la Gran Depresión de la década de
1930.
Más que cualquier otro prominente político capitalista
Thatcher promovió lo que pronto se conocería como el neoliberalismo.
Pronto tuvo un aliado inmensamente poderoso en el nuevo presidente
republicano de derecha de Estados Unidos, Ronald Reagan.
Pero
Reagan se enfrentaba a un movimiento de los trabajadores menos poderoso
y en la época en la que asumió la presidencia en enero de 1981 se pudo
beneficiar del impacto de la brutal recesión impuesta por Paul Volcker,
director de la Reserva Federal estadounidense, en octubre de 1979.
A
Thatcher y a sus aduladores les gustaba elogiar su valor. De hecho,
particularmente en sus primeros años en Downing Street, fue cautelosa y a
menudo hizo todo lo posible para evitar confrontaciones prematuras que
pudieran provocar una respuesta demasiado poderosa de la clase
trabajadora.
Gozó de una enorme ventaja que heredó de sus
predecesores, el primer ministro laborista Harold Wilson y después de
él, Jim Callaghan. El Contrato Social finalmente falló, pero consiguió
integrar a una cada vez más burocratizada capa de prominentes
representantes sindicales para colaborar en la administración y el
Estado.
Esto significó, por ejemplo, que los jefes de la gigante
empresa del automóvil British Leyland podían actuar en contra de uno de
los más poderosos de estos representantes. Derek Robinson, el enlace
sindical de la fábrica Longbridge en Birmingham, se encontró apartado
del taller y se consiguió discriminarle.
También significó que a
menudo el sectarismo falsificó la solidaridad. Esto hizo que para
Thatcher fuera más fácil aislar la épica huelga de mineros de 1984-1985.
Pero
también tuvo suerte. Si los armeros argentinos hubieran colocado las
espoletas adecuadas en sus bombas, la mayoría de los barcos de guerra
británicos habrían acabado en el fondo del Atlántico sur y Thatcher
habría tenido que dimitir en medio de la ignominia.
También fue
afortunada con sus enemigos, lo cual fue cierto respecto a sus oponentes
laboristas: primero Michael Foot y después Neil Kinnock ocultaron una
política cada vez más de derecha detrás de un globo de aire caliente de
retórica.
Por encima de todo esto fue cierto respeto a los
dirigentes sindicales que para su eterna vergüenza permitieron que los
hombres y mujeres de las comunidades mineras lucharan solos durante un
año. Escuadrones militarizados de policía ocuparon pueblos mineros y los
compinches de Thatcher organizaron un sindicato esquirol a medida que
la desesperación y las privaciones minaban la voluntad de lucha de los
mineros.
Pero hubo momentos en los que se la podría haber
derrotado, sobre todo en julio de 1984, cuando una operación organizada
de esquiroles provocó una huelga nacional de estibadores y también ese
mismo otoño cuando los sustitutos de los mineros (supervisores)
amenazaron con abandonar el trabajo. En ambas ocasiones la burocracia
sindical acudió a rescatarla.
En el periodo subsiguiente a su
victoria Thatcher trató de radicalizar sus intentos de remodelar Gran
Bretaña para el individualismo posesivo del mercado. Para finales de la
década de 1980 ella y su ministro de Hacienda Nigel Lawson habían
maquinado la primera bonanza creada por la burbuja financiera de la era
neoliberal.
Pero al final Thatcher intentó hacer demasiado. Jactanciosamente en 1989-1990 impuso el impuesto de capitación [poll tax]
por el cual todo el mundo, fueran millonarios o indigentes, tenía que
pagar la misma cantidad [de impuestos] para financiar el gobierno local.
Llegó
una explosión social caída del cielo, los mayores disturbios que había
visto Londres desde la década de 1930 y un movimiento de masas de 14
millones de personas que se negaban a pagar ese impuesto. Finalmente, el
instinto de supervivencia obligó a los conservadores a echar a Thatcher
de su búnker y a abolir el impuesto.
Esta es la lección más
importante del mandato de Thatcher. Por suerte ha muerto cuando está
entrado en vigor un ataque aún mayor al estado de bienestar que
cualquiera de los que ella preparó.
La mejor forma de venganza de
clase de Thatcher sería crear un movimiento social aún mayor para acabar
con el gobierno de coalición y sepultar todo lo que ella levantó aún
más profundamente que el ataúd en el que va a yacer.