Iohannes Maurus/Rebelión
 	
	
	"Ninguno puede  servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o  estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las  riquezas" Jesucristo, Sermón de la montaña  	
En estos días de  visita papal a cargo del contribuyente, el cristianismo camina como un  zombi alegre y juvenil, pero espiritual y moralmente muerto, por las  calles de Madrid. Se trata de una vieja religión que, sin duda, para lo  bueno y para lo malo, contribuyó a definir muchos rasgos de la  civilización europea y mundial. Una religión que, en sus inicios, con  Jesucristo y San Pablo representó la ruptura más radical con el orden  establecido, la implicada por la inminente llegada del Mesías. El  cristianismo era una religión mesiánica, no un culto de este mundo, sino  la puesta entre paréntesis del orden vigente en nombre de la más  necesaria de las contingencias: la inminente llegada del Mesías y el fin  del viejo mundo. Afirma así San Pablo en la 1a epístola a los  Corintios: " Pero esto digo, hermanos: que el tiempo es corto; resta,  pues, que los que tienen esposa sean como si no la tuviesen; y los que  lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se  alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan  de este mundo, como si no lo disfrutasen; porque la apariencia de este  mundo se pasa." Para el cristianismo, como para el materialismo radical,  el mundo existente no es el despliegue de una esencia previamente dada.  Nada justifica, nada garantiza su existencia. Es la lógica de la  facticidad irreductible, la lógica de la gracia. El Mesías que se sitúa  más allá de la ley que sostiene este mundo, ni siquiera se opone a esta  última, está en otro plano, en otro mundo. El Dios de Jesucristo no es  una garantía para los poderosos: su reino no es de este mundo. Por la  misma razón, no es tampoco una garantía para los pobres y oprimidos.  Ninguna estructura de este mundo, ningún poder, recibe ninguna garantía  ni justificación divina. Sólo sabemos que no durará para siempre, pues  no deriva de ninguna realidad eterna, sino que es fruto de encuentros  aleatorios. El tiempo del Mesías llegará cuando nadie lo espere: no  depende de ninguna necesidad de este mundo, pues expresa la absoluta  facticidad de este mundo. Sólo es necesaria la facticidad, la gracia,  que se confunde con Dios. Ni Dios ni el mundo obedecen al principio de  razón suficiente. Su única ley es la de la necesidad aleatoria.  Jesucristo y Pablo de Tarso no están en esto lejos de Demócrito de  Abdera, ni de Spinoza, ni de Marx.
El mensaje de Joseph Ratzinger  y sus secuaces es muy otro. El mesianismo queda enteramente olvidado.  El tema central de la pastoral del papa actual como de la de sus  antecesores desde los años 60 es algo tan ajeno al mensaje evangélico  como la moral sexual. No hablan casi de ninguna otra cosa. Jesucristo,  que anuncia la inminencia del fin de los tiempos, la renovación del  mundo, no se ocupa, sin embargo, de esta cuestión. Es algo enteramente  mundano. Por ello se perdona a la prostituta y a la adúltera. La Iglesia  actual centra, sin embargo, su poder en este tema. Es cierto que, desde  que la Iglesia se convirtió en institución, dedicó mucho empeño a  desarrollar un discurso sobre la disciplina del cuerpo y el sexo  destinado a los miembros de las órdenes monásticas, que fueron, como  muestra Michel Foucault, un auténtico laboratorio del poder sobre los  cuerpos y una auténtica fábrica del discurso de la sexualidad. Sin  embargo, fuera del mundo monástico, las cuestiones de moral sexual no  eran centrales. Empezaron a cobrar importancia cuando el Estado moderno,  al convertirse en gestor de poblaciones, asumió una competencia  biopolítica de Estado pastor. Con todo, hasta el siglo XX, e incluso  hasta su segunda mitad, el discurso de la sexualidad no será central en  la pastoral de la Iglesia. A principios del siglo XX, la Iglesia llegó  incluso a desarrollar una "doctrina social" bastante crítica con el  orden capitalista y que hoy parece enteramente olvidada por las  jerarquías. También se permitía hasta mediados del soglo XX cultivar  cierta dimensión sobrenatural dando gran notoriedad a supuestos milagros  y apariciones de las que, hoy, prácticamente no se habla. La Iglesia  actual habla del sexo y de la vida, se inscribe abiertamente en un  discurso biopolítico.
Punto dogmático central de la actual  doctrina de la Iglesia es la obligatoriedad de la vida en nombre de la  cual, con la mayor de las coherencias biopolíticas -y sin ninguna  referencia a la doctrina mesiánica del Evangelio- se prohiben a la vez  el aborto y la eutanasia. No sólo se prohiben a los fieles, sino que la  misma doctrina se intenta aplicar al conjunto de la sociedad influyendo  sobre el Estado y sus leyes. El objetivo es que la vida, don de Dios  según estas modernas doctrinas, se multiplique al máximo y se preserve.  No tiene que perderse ni un solo embrión, ni tiene que permitirse a  ningún enfermo terminal abreviar su sufrimiento. Como buen pastor, el  poder eclesiástico procura que la "moral sexual" se traduzca en técnicas  intensivas de cría de ganado humano. Para ello operan una amalgama  entre la vida y la personalidad humana. Ciertamente, un embrión está  vivo, pero es absurdo decir que cualquier entidad que, como esa masa de  células no tiene acceso a la palabra ni a la nominación tenga una  personalidad humana. Tampoco puede considerarse que la decisión de no  seguir en vida de un enfermo terminal que se considere a sí mismo un  cadáver viviente pueda invalidarse en nombre de una "dignidad de la  vida" determinada por otro. Bien conocido es en los manuales de tortura  que utilizan democracias "de nuestro entorno como la norteamericana" el  nivel de sufrimiento que se alcanza en los estados cercanos a la muerte.  Prolongarlo, por el sadismo de los torturadores o por el humanitarismo  de la Iglesia contra la voluntad de quien prefiere morir, es un acto de  inequívoca crueldad. Nacer de una madre que no desea tener un hijo o  vivir a la fuerza cuando ya apenas se es una persona humana, tal y como  prtende la Iglesia católica es algo que nos acerca a la vida desnuda y  nos aleja de la humanidad. Frente a esa monstruosidad, es posible otra  ética. Cuando Freud, enfermo de cáncer de mandíbula vió que sólo le  quedaba una perspectiva de sufrimiento, de muerte en vida sin el uso de  la palabra, optó por morir de una sobredosis de opio. Existe un momento  en que el ser humano experimenta la inminencia de un estado que Spinoza  designaba "muerte sin cadáver", propios de la enfermedad terminal o de  algunas formas de locura. En tales momentos, optar por no seguir  viviendo puede ser el último acto de potencia.
Por los mismos  criterios de rentabilidad de la ganadería humana que preconizan, los  poderes de la Iglesia condenan la homosexualidad y toda práctica sexual  que no conduzca a la reproducción. La dignidad humana se expresa en  términos cuantitativos, como productividad de los actos. La dimensión  simbólica, la mediación lingüística que siempre acompaña a la sexualidad  humana, haciendo de ella algo siempre "antinatural" son enteramente  ignoradas por el poder biopolítico eclesial. Paradójicamente, las formas  de sexualidad que nos alejan del animal son las que la Iglesia fomenta  en nombre de la espiritualidad, al tiempo que condena las formas -como  demuestra Freud siempre perversas- que adquiere la sexualidad en el  animal hablante. El papa y su Iglesia se hacen así portadores de un  ideal, un ideal de comunión animal en el sexo, de relación sexual  natural, más allá de las dificultosas mediaciones simbólicas e  imaginarias de la sexualidad humana, más allá de la inexistencia de la  relación sexual que caracteriza al animal que habla. El cristianismo  biopolítico mantiene así la promesa naturalista de una sexualidad  animalesca como principal horizonte moral de su doctrina. Tal vez sea  esa promesa su último atractivo.
 Otra cuestión que ocupa el  interés del papa es la del materialismo y el consumismo propios de  nuestra civilización. Uno tendría la tentación de seguirle al menos en  eso, hasta que, al levantarse del suelo los bajos de su alba, vemos  aparecer unos zapatos rojos de Prada y no podemos evitar pensar en el  título de una famosa película. El derroche absurdo de medios que  representa la vista del papa a Madrid, los desfiles de moda eclesiástica  dignos de Fellini que son cada una de sus misas, la manifiesta  preferencia del pontífice por los poderosos y su carencia de críticas al  desastre material y moral del capitalismo muestran a todas luces que la  Iglesia no es la sucesora del perroflauta palestino cuya imagen  crucificada exhiben por doquier. Jesucristo no frecuentaba a los reyes y  a los banqueros, ni siquiera a las autoridades religiosas. Jesucristo  fue despreciado por fariseos y sayones del mismo modo que los poderosos  desprecian a los perroflautas de hoy, pero como decía una oportunísima  pancarta exhibida en la puesta del Sol reconquistada por el pueblo del  15M: "Más vale ser un perro flauta que un pastor alemán."