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miércoles, 27 de abril de 2011

Los últimos de Chernóbil


Ivan Semenyuk está dando de comer a las gallinas cuando la tropa periodística llega a su granja. Es una mañana de abril y, aunque no hace frío, todo parece invierno en este trozo de estepa ucraniana. El cielo es de color aluminio, los árboles están sin hojas y la maleza y el polvo invaden casas y caminos olvidados. Lo único que introduce orden en el caótico abandono es el huerto de patatas que hay junto a la casa del campesino, situada a unos pocos kilómetros de la central de Chernóbil, en la conocida como Zona de Exclusión, de donde fueron desalojadas 170.000 personas hace 25 años.

Semenyuk es uno de los pocos a los que se les permitió volver. Y aquí sigue, a sus 75 años, junto a su mujer, María, dos años más joven, viviendo de su pensión y cuidando un huerto, un cerdo y unas gallinas. Cámaras y reporteros de varios países han llegado desde Kiev para hablar con él y, al verlos llegar, el hombre se acerca con pausa a saludar. Se supone que el bicho raro es él, pero viendo la escena, uno empieza a creer que los raros somos nosotros.

Semenyuk mira con parsimonia y ojos pícaros a los periodistas que nos agitamos para tomarle la foto mientras intentamos que alguien traduzca lo que dice. Y, por fin, Semenyuk habla: «Sí, nací aquí y, después del accidente, en 1988 conseguí que me dejaran volver para acabar mis días.
Aquí pienso morir, ¡pero de viejo, no por la radiactividad!».

Una respuesta así no parece propia del escenario del mayor accidente nuclear de la Historia. Pero es que en Chernóbil nada se parece a lo que pensamos desde la distancia. Por ejemplo, la famosa Zona de Exclusión, el territorio de 30 kilómetros alrededor de la central desalojado en 1986, está lleno de gente. Hay otras 180 personas que, como el matrimonio Semenyuk, viven en sus antiguas casas. Llegaron a ser más de 1.000 en los 90, pero eran ancianos y muchos han fallecido ya.

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