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sábado, 16 de abril de 2011

La hegemonía saudí contra la "Primavera árabe"

Jadaliya

Traducción para Rebelión de Loles Oliván


El día en que las autoridades bahreiníes demolieron el monumento de la Perla en el centro de la “Plaza Tahrir” de Bahréin, el 18 de marzo, la Agencia de Noticias de Bahréin, bajo control del Estado, anunció a un público sorprendido que el “monumento del CCG [Consejo de Cooperación del Golfo]” había sido demolido para hacerle un “lifting” que le hiciera desaparecer los “malos recuerdos”. En medio de los escombros, salió a la luz que el símbolo conocido localmente como la “Rotonda de la Perla” en referencia a la tradición pesquera y de comercio de perlas de Bahréin, se llamaba oficialmente la “Rotonda del Consejo de Cooperación del Golfo” y que cada pilar de la estructura ahora destruida representaba a un Estado miembro del consejo “de cooperación”. Mientras tanto, en las áreas de Sitra y Karranah, una multitud doliente y furiosa enterraba a Ahmed Farhan Ali, de 29 años de edad y a Mohammad Abd'ali, de 40, después de que las tropas les disparasen en la cabeza y el pecho, respectivamente, a principios de semana.

Ahora que el polvo se ha asentado en la sombría luz de un movimiento social demolido, la ecuación parece demasiado obvia. Si los acontecimientos recientes han demostrado algo es que cualquier movimiento para el cambio social en Bahréin no sólo ha de enfrentarse a los baluartes de su propio régimen, sino al vértice del poder que mantiene el statu quo en el Golfo, con Arabia Saudí en la cúspide (y con Estados Unidos al otro lado del teléfono). Las muertes de Ahmed Farhan, Mohammad Abdali, y de las otras 24 personas que fueron asesinadas así como los cientos de detenidos desde el inicio del levantamiento es el alto precio a pagar por mantener ese decadente status quo.

Por supuesto, hay “otras potencias” que ayudan, que son cómplices y que sostienen ese vértice y, en el más odioso de los términos utilizado en las relaciones internacionales, sus “intereses”. En este sentido, una ecuación importante que ha surgido es el supuesto acuerdo entre Estados Unidos y Arabia Saudí. De acuerdo con diplomáticos de Europa y del grupo BRIC, el apoyo del CCG a la Resolución 1973 del CSNU sobre una zona de exclusión aérea sobre Libia tuvo como precio el silencio estadounidense a cambio de una licencia para dar rienda suelta a Arabia Saudí en Bahréin.

Cuando las Fuerzas Escudo de la Península redujeron efectivamente a Bahréin a la condición de Estado vasallo de Arabia Saudí, dependiendo de éste país para su supervivencia militar y financiera, los soldados estadounidenses de la mayor flota naval instalada en el Golfo dormían profundamente en su base de Yuffair. No olvidemos tampoco el lodazal de los financieros saudíes y estadounidenses y su “poli de calle”, el gobierno de Pakistán, que efectivamente subcontrata a sus ciudadanos más depauperados para que trabajen como despiadados transmisores del mensaje de tolerancia cero del régimen de Bahréin hacia su pueblo. Importante aliado de la OTAN que supuestamente ha estado peleándose por mantener buenos tratos en los suministros de petróleo de Arabia Saudí, a Pakistán se le ha prometido ya mayores vínculos militares, económicos y comerciales con Bahréin desde que comenzó la ofensiva del CCG.

Añádanse al balance los hipócritas gobiernos occidentales en su puja por los contendientes de las “revoluciones aceptables” de la primavera árabe. Robert Cooper, ex asistente personal de Tony Blair, y la actual asesora de Asuntos Exteriores de la UE, Catherine Ashton, emitieron una declaración que efectivamente daba luz verde a la violencia y a la represión de Bahréin y del CCG contra manifestantes civiles diciendo que “los accidentes ocurren”.

A medida que el levantamiento local fue arrastrado al ámbito internacional, los países del CCG se apresuraron a levantar el viejo y cansino fantasma de un Irán beligerante y los gobernantes de Bahréin reclamaron que la iniciativa regional “frustraba 30 años de conspiración extranjera”. El régimen de Bahréin sólo pudo emitir una revelación tal para que la necesidad de su brutalidad impactase a los gobiernos occidentales. En Bahréin, sin embargo, la gente se ha acostumbrado seguramente a tales hazañas. Mirando atrás solo en los últimos veinte años: en junio de 1996, el gobierno de Bahréin frustró un “complot apoyado desde el extranjero” deteniendo a cuarenta y cuatro presuntos conspiradores; en diciembre de 2008 las autoridades detuvieron a catorce ciudadanos por, presuntamente, recibir entrenamiento en Siria; en septiembre de 2010 la nación se salvó una vez más cuando otros veintitrés ciudadanos fueron detenidos por formar parte de una “red terrorista internacional”.

Las endebles acusaciones de la participación iraní —que según informes de inteligencia estadounidenses publicados por Wikileaks, carecen de fundamento— han permitido a actores internacionales barajar posiciones geopolíticas predecibles. Estados Unidos ya ha advertido a Irán por su supuesta intervención en Bahréin, y la Unión Europea se ha mostrado más preocupada por la posible influencia de Irán que por la violencia real y letal de las tropas del CCG. Por su parte, Irán y Hizbolá han criticado la intervención de Arabia Saudí y han emitido declaraciones de apoyo a los manifestantes de Bahréin. Al mismo tiempo, las voces de la oposición bahreiní que niegan y rechazan categóricamente la involucración iraní, son desoídas y sumariamente desestimadas.

Entonces, ¿qué ha traído a Bahréin la mano saudí, que el mes pasado amenazaba con “cortar cualquier dedo” que se alzase contra su propio régimen? Casi a diario se llevan a cabo redadas en pueblos de todo el país en los que sus habitantes han intentado mantener actos de protesta limitados y contenidos contra la represión militar. Las detenciones nocturnas de figuras de la oposición, activistas de derechos humanos, periodistas y, más recientemente, de comentaristas de redes sociales como Twitter han persistido igualmente. Según aumenta silenciosamente el número de muertos, se está deteniendo a periodistas internacionales porque supuestamente sus medios no están adecuadamente identificados, y el único periódico local independiente ha sido retirado y se enfrenta a acciones legales por una “cobertura inmoral” de los recientes acontecimientos.

La hegemonía saudí, construida con las manos grasientas de los petrodólares y mantenida por un régimen despiadado —que cuenta con el apoyo diplomático de las democracias más poderosas del mundo— aún tiene que rendir cuentas por la violencia y la inestabilidad en Afganistán, Iraq, Líbano y Pakistán. Bahréin es sólo el último cliente de la lista; y seguramente decimos bien, pues un yacimiento saudí “compartido” ha hecho ya que la mayor parte del presupuesto del régimen de Bahréin y su economía dependan de la inversión y el gasto de Arabia Saudí. Así que la respuesta es clara: cualquier desafío al inquebrantable sistema de opresión, coacción y chanchullos económicos del CCG se dará de bruces con las armas de esos regímenes. Las muertes de los civiles que bautizaron la rotonda con la esperanza de revivir el esplendor de Bahréin como “la Perla del Golfo” son un ejemplo de ello. Como el primer ministro de Bahréin nos recordó de manera escalofriante esta semana, “ayudaremos a quienes nos ayudan, pero no vamos a olvidar el pasado”. De modo que no parece que se vaya a permitir que florezca una primavera democrática en el Golfo en esta Primavera árabe. Tenemos que aceptar a nuestros nuevos amos, el nefasto principado de la Casa Al-Saud, así como su obscena y reprobable política internacional y nacional.

En 1965, el periódico británico The Guardian escribía respecto al “levantamiento de marzo” en Bahréin contra la presencia colonial británica que “el nacionalismo se ha convertido en una fuerza tan poderosa en Oriente Próximo que los intentos de resistirlo proporcionando apoyo artificial a regímenes como el que ahora gobierna Bahréin podrá retrasar pero no desviará el triunfo del movimiento para establecer su poder en todo el mundo árabe”. Una vez más nos enfrentamos a un retraso, y una vez más, nosotros (el pueblo) debemos unirnos —a lo largo del Golfo, de la región y más allá— sobre la base de nuestra identidad política y nuestros derechos nacionales. Y no debemos dividirnos por la política de identidades sectarias, étnicas, religiosas, de clase o de género, a sabiendas de que tales divisiones sólo permiten que quienes operan para mantenernos divididos y oprimidos siguen destruyendo nuestro tejido social y nuestras aspiraciones de un futuro mejor para todos.

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