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domingo, 13 de marzo de 2011

La cola de la desesperación


Edilia tiene cuarenta y tantos y acaba de enviar dos billetes de veinte euros a Cali (Colombia) para comprarle cuadernos a su nieto. El dinero va a sobrar, así que también servirá para adquirir unos cuantos pollos. La idea es hacerlos engordar para, dentro de unos meses, sacrificarlos y comerlos. "Allí no es como aquí, todas las casas tienen un poco de tierra y es fácil criar animales", explica. Paradojas de la vida, en Mallorca, Edilia tiene dificultades para proporcionarse alimentos.

La suya es tan sólo una de las múltiples historias que se pueden encontrar en la cola que se forma cada viernes en la parroquia de Sant Francesc de Paula. Semana a semana, una media de 80 familias acude a esta iglesia palmesana, situada en la calle General Riera –frente al barrio de Corea–, para llenar su cesta de alimentos. La crisis ha sido fulminante y no tienen más remedio que recurrir a la caridad para tener algo que llevarse a la boca, una situación que ni siquiera habrían imaginado hace poco tiempo.

"Estamos desbordados", asegura el párroco, el padre Guillem. Hace tan sólo dos años, este servicio ni siquiera existía. Ahora, sin embargo, se ha convertido en una de las piezas básicas del día a día de la barriada. Cuando el periodista les pregunta a las personas que hacen cola por qué están allí, la respuesta suele ser siempre la misma: "Me he quedado sin trabajo". La cesta que les proporcionan en la iglesia no les alcanza para toda la semana, pero por lo menos les permite ir tirando.

El reparto de la comida se hace en un pasillo semicubierto situado en el primero piso de un edificio de viviendas, ubicado justo detrás de la iglesia. Una escalera y un ascensor dan acceso al lugar, desde el que se puede ver un sobrio patio de cemento donde los niños juegan mientras esperan a que sus padres llenen los carritos. Xim, un voluntario veterano al que los parroquianos sudamericanos llaman, por aproximación, Serafín, reparte a los representantes de cada familia los números que, negro sobre blanco, ha elaborado previamente con rotulador, plantilla y un pulso tembloroso. Luego, una monja de aspecto bondadoso les va llamando, uno a uno, por estricto orden: "¡El cuarenta y doooooos! ¿No está el cuarenta y doooos?".

Sant Francesc de Paula no es, evidentemente, la única iglesia de Mallorca que se está viendo desbordada con la situación. Según los datos que maneja Cáritas, la organización eclesiástica que aglutina a todas las parroquias, cada semana se proporciona comida a una media de 700 personas. La memoria de 2010 aún no está cerrada, pero se prevé que constate un aumento del 30%. Y está previsto que, en 2011, la situación aún vaya a peor, con el vencimiento de muchas prestaciones del paro y ayudas sociales.

El número cuarenta y dos lo tiene Kate, una nigeriana cuyo marido se ha quedado sin trabajo después de varios años trabajando en la construcción. La monja le flanquea el paso y es en este punto cuando la mujer debe elegir qué fruta quiere. Hoy no hay mucha, así que "o manzana o naranja". Gana la naranja.

La sala donde se almacenan los alimentos es muy angosta –apenas caben cuatro o cinco personas– y en el momento del reparto hay mucho ajetreo. Los paquetes de arroz, pasta, leche en polvo y queso se amontonan en unas estanterías metálicas que cubren todas las paredes, mientras que en primer término están colocadas las cajas de plástico que contienen las frutas, verduras y hortalizas. En un rincón, dos voluntarias –son dos señoras mayores– comprueban los datos de cada uno de los que va entrando.

Hasta diciembre, la parroquia daba comida a todo aquel que lo solicitaba, una situación que alimentó la picaresca –venía gente de otras zonas de Palma y que no necesitaba realmente de la caridad–. Ahora, lleva un estricto control de las familias que semana a semana van a buscar alimentos. Les exige que demuestren que viven en el barrio y que no cuentan con los ingresos suficientes para comprar los víveres por su cuenta.

El control lo llevan a cabo dos voluntarias, Marielva y Catalina, cuyo trabajo permite, además, hacer un análisis estadístico del servicio. Por ejemplo, con los datos en la mano se puede comprobar que la media de bolsas entregadas cada semana ha aumentado en los últimos meses –en 2010 fue de 65 y ahora supera las 80– y que la mayor parte de los usuarios del servicio son extranjeros, aunque a muy poca distancia de los españoles –un 57% frente a un 43% de españoles–.

Marielva y Catalina también están impulsando una nueva asociación, a la que han puesto el nombre de S’Almàixera. Con ella, pretenden fomentar la formación entre los colectivos más desfavorecidos del barrio y, en este sentido, y su primer proyecto, que ya está en marcha, es la organización de un curso en el que enseñan a los alumnos a poner en marcha huertos urbanos. De esta manera, promocionan "el autoabastecimiento, el contacto con la tierra y la vida familiar y colectiva»" explica Marielva a este periódico.

Moussa le explica a la señora que hoy controla los datos que no va a ir al curso de huertos urbanos porque ya está haciendo uno de fontanería. «No se puede hacer todo», responde ella, conciliadora. Y acto seguido, otra voluntaria pasa a entregar la comida a este joven senegalés, que cubre su cabeza con un pañuelo negro y que aún se expresa con dificultad en castellano.

Una de las preguntas que le vienen a uno a la cabeza cuando se encuentra con la habitación repleta de comida es de dónde proceden todos los alimentos. La respuesta es que vienen de muchos lugares distintos. El Banco de Alimentos es uno de los principales suministradores, seguido de la ONG Mallorca sense fam y de la propia Cáritas. También contribuye de manera muy importante, con carne y hortalizas, la asociación de Jaume Santandreu, que tiene su propio proyecto de autoabastecimiento en el casal de Can Gazà. Otras fuentes de ingresos son las cenas solidarias que se organizan periódicamente y las aportaciones de los feligreses.

En el pasillo semicubierto, una cuarentena de personas esperan su turno, algunas sentadas en sillas de madera y mimbre. Junto a la barandilla, Mari, de Colombia, se cubre la cara porque no quiere ser fotografiada. Frente a ella, Landy da de comer gelatina a su hija de dos años. Y más allá, Fátima espera su turno junto a sus hijos. "Hace cuatro meses que vengo, la cosa está fatal, no hay trabajo", dice la española Pilar. Y pronostica: "Como no hagan algo, esto va a ir a peor".

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