La vida de Marisela Escobedo cambió para siempre en agosto de 2008 cuando su hija de dieciséis años, Rubí, no volvió más a casa. Meses después fue en un basurero donde se encontró lo que quedaba del cuerpo de Rubí: 39 trozos de huesos calcinados.
Rubí pasó a ser una macabra estadística más en Ciudad Juárez, el lugar con casi dos décadas de feminicidios. El asesinato de mujeres jóvenes, a menudo violadas y torturadas, llevó la infamia internacional a la ciudad mucho antes de que se convirtiera en el epicentro de la guerra contra la droga de Calderón y asumiera también el título de capital mundial del crimen.
Empero, para su madre, Rubí jamás podía convertirse en una estadística. Marisela sabía que un antiguo novio, Sergio Barraza, había asesinado a su hija. Como las autoridades no mostraban interés alguno por investigar el caso, empezó una cruzada de mujer sola por dos estados para llevar al asesino ante la justicia. La revista mexicana Proceso obtuvo recientemente los archivos de su caso. La odisea de Marisela le hizo ir siguiendo el rastro de un asesinato pero también el rastro del sexismo, de la corrupción y de la impunidad.
Es una odisea que termina el 16 de diciembre de 2010 cuando a Marisela -la madre- le volaron la cabeza en castigo a su continuada protesta por la ausencia de justicia para el asesinato de su hija de dos años antes.
Huellas de impunidad
Finalmente, Marisela Escobedo consiguió localizar a Barraza. Hizo que le arrestaran y le sometieran a juicio y vio por fin una posibilidad de que la justicia, que tan penosamente había tenido que buscar, le permitiera seguir adelante con su vida.
Pero en Ciudad Juárez, el término “justicia” es una broma de mal gusto, especialmente si eres mujer. A pesar del hecho de que Barraza confesó en el juicio y llevó a las autoridades ante el cadáver, tres jueces del estado de Chihuahua le liberaron. Marisela tuvo que ver como el asesino confeso de su hija salía del tribunal absuelto de todas las acusaciones por “falta de pruebas”.
Como consecuencia del incremento de las presiones por parte de las organizaciones de mujeres y de los derechos humanos, se abrió un nuevo juicio y Barraza fue condenado a 50 años de cárcel. Pero en ese momento hacía ya tiempo que había desaparecido sin que todavía haya podido detenérsele, a pesar del éxito de Marisela descubriendo su paradero y proporcionando información clave a policía y fiscales.
La historia no terminó ahí. Cada día, Marisela se levantaba para luchar por la justicia para su hija y buscar al asesino. Recibió múltiples amenazas de muerte. Respondía diciendo: “Si van a matarme, deberían hacerlo frente al edificio del gobierno a ver si así sienten todos algo de vergüenza”.
Y así ocurrió, dicho y hecho. Marisela llevaba sus demandas a la justicia desde la frontera de la capital del estado cuando un sicario se le acercó a plena luz del día, persiguiéndola y disparándole un tiro en la cabeza.
La historia de una familia había cerrado su círculo. Según todos los relatos, la muerte de Rubí se produjo a manos de un novio maltratador. Sin embargo, la muerte de Marisela vino facilitada por un sistema abusivo que trató de protegerse ante su determinación para denunciar su injusticia. No se conoce la identidad del sicario, pero la responsabilidad recae claramente en los miembros de un estado que, en el mejor de los casos, son incapaces de defender a las mujeres y, en el peor, culpables de complicidad en los asesinatos.
Violencia de género y violencia de la droga
A Ciudad Juárez se la ha descrito recientemente como Tierra de Nadie, donde las instituciones legales han perdido el control ante la potencia armada de los cárteles de la droga. Sin embargo, los feminicidios nos muestran que la cadena causal es realmente la inversa.
Hace diecisiete años, Ciudad Juárez empezó a registrar un número alarmante de casos de mujeres torturadas, asesinadas o desaparecidas. Durante décadas, las organizaciones feministas nacionales e internacionales presionaron al gobierno para que hiciera justicia. A su vez, el gobierno formó comisiones que cambiaban de siglas y directores con cada nuevo gobernador. Todos ellos compartían un rasgo distintivo: nunca conseguían llegar a parte alguna para resolver los crímenes de violencia de género y mucho menos para prevenirlos. Las recomendaciones al gobierno de México se amontonaban junto a los cadáveres: misiones de Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos proveyeron de alrededor de 200 recomendaciones para proteger los derechos de las mujeres, cincuenta de ellas referidas sólo a Ciudad Juárez.
El asesinato de Marisela se produjo un año después de que el Tribunal Interamericano para los Derechos Humanos emitiera una resolución en la que se hablaba de la negligencia del gobierno mexicano respecto a los asesinatos de las mujeres jóvenes. La resolución sobre el caso “Campo de Algodón” –llamado así por el solar donde el 21 de noviembre de 2001 se encontraron los cuerpos de tres mujeres- incluye una lista de medidas y reparaciones, la mayor parte de las cuales fueron rechazadas o ignoradas.
Desde los casos analizados en la resolución del Tribunal mencionado, la guerra de la droga emprendida en Ciudad Juárez por el gobierno mexicano, con el apoyo de la Iniciativa Mérida estadounidense, ha producido una cifra record de 15.273 homicidios en 2010 (con un total de 34.612 muertes desde que Calderón lanzara la ofensiva hace cuatro años). La estrategia se ha centrado en el uso de la violencia frente a los cárteles del narcotráfico para interceptar los envíos y capturar a los señores de la droga. Se ha basado en la militarización de la ciudad, lo que ha llevado una violencia a la región que nadie podía imaginar.
Irónicamente, el Presidente Felipe Calderón declara que los objetivos de la guerra contra la droga buscan aumentar la seguridad pública y fortalecer las instituciones legales. Pero la historia de los crímenes de género, y la respuesta del gobierno, revela los errores fundamentales de los actuales esfuerzos de lucha contra el narcotráfico y los fallos de un sistema que prácticamente garantiza la impunidad a través de un cóctel de corrupción institucional, sexismo, racismo, incompetencia e indiferencia.
Dado el historial de injusticia institucionalizada, la guerra contra la droga en Juárez se cortocircuitó desde el principio. La secuencia lógica de investigación, arresto, enjuiciamiento y castigo sencillamente no existe ante la ausencia de un sistema eficiente de justicia. Al desestabilizar el tráfico transfronterizo de los cárteles de la droga y lanzar guerras fuera de control, el gobierno desató una tormenta de violencia en relación con la droga a la que ni la policía ni las instituciones legales pueden hacer frente porque estas instituciones son disfuncionales. En ausencia de instituciones de apoyo o de una estrategia coherente, era de prever la explosión resultante de esa confrontación directa con los cárteles de la droga. Si algo nos muestra la tragedia de las cruces rosas erigidas en el desierto para marcar los casos sin resolver de las mujeres asesinadas, es que el problema fundamental consiste en que, en Juárez, las huellas llevan hasta el mismo gobierno. Hasta que no se ponga fin a la impunidad, la región seguirá atrayendo a la delincuencia, común u organizada, o simplemente perversa.
En ese entorno, los feminicidios en Juárez no sólo no se han resuelto nunca sino que han aumentado de forma espectacular –casi 300 en 2010-, junto con las tasas globales de homicidios. La guerra contra la droga del gobierno ha estimulado más violencia de género en lugar de disminuirla. Acoge a los que cometen asesinatos y otras barbaridades contra las mujeres al hacer del asesinato una parte normal de la vida diaria. Fomenta una sociedad armada donde las personas demasiado pobres para poder marcharse no tienen otra posibilidad que la de meterse bajo tierra para que no las machaquen por todos lados. No sólo Juárez acoge a asesinos, torturadores y violadores de mujeres, también les atrae.
La vulnerabilidad de las mujeres aumenta. Durante años, la impunidad le ha dado carta blanca a los asesinos de mujeres que encontraban que las trabajadoras de las maquiladoras eran objetivos especialmente fáciles para la tortura, actos de sadismo, violación, asesinato y otros actos posiblemente relacionados con las películas sobre asesinatos reales (snuff movies) y las redes internacionales de la delincuencia, todo ello encubierto por funcionarios del gobierno. Últimamente, los defensores de los derechos humanos de las mujeres se han convertido también en blanco. Poco después del asesinato de Marisela, se encontró a Susana Chavez asesinada y con una mano amputada. Chavez era una poeta feminista que acuñó la frase “¡Ni una muerte más!” que se convirtió en el eslogan del movimiento de mujeres de Juárez. Las mujeres activistas sienten como si se hubiera abierto una veda contra ellas.
La respuesta de la sociedad civil
El único rayo de luz ha surgido de la respuesta de la sociedad civil mexicana. Tras el asesinato de Marisela, una de las ex directoras de una de las comisiones del gobierno, Alicia Duarte, escribió una carta abierta al Presidente Calderón:
“Hace tres años, cuando dejé mi puesto de Fiscal Especial para la Atención a los Crímenes Relacionados con Actos de Violencia Contra las Mujeres en la Oficina del Fiscal General, indiqué claramente que lo hacía por la vergüenza que sentía de pertenecer al corrupto sistema de justicia de mi país. En estos momentos, esa vergüenza vuelve a invadirme y me quema la piel y la conciencia, por tanto debo unirme a la indignación de todas las mujeres de este país que, al saber del asesinato de Marisela Escobedo Ortiz y de los ataques contra su familia de hace pocos días, se han puesto a reclamar justicia…”
Mujeres y hombres se han manifestado por todo el país exigiendo que se resuelvan los procesos de Marisela y Rubí, pidiendo el fin de la impunidad que protege en cientos de casos a los asesinos y obligando al gobierno a cumplir con las recomendaciones para proteger a las mujeres e impedir más muertes. Sus protestas se han unido a un movimiento ciudadano de alcance nacional llamado “No Más Sangre”, en rechazo a la actual estrategia de la guerra contra la droga. Se ha llegado finalmente a un momento decisivo.
El asesinato de Marisela prácticamente en los escalones del Capitolio del Estado, simboliza la relación existente entre la violencia de género en las esferas privada y pública, entre el letal sexismo de hombres que matan a mujeres y los gobiernos que les permiten hacer impunemente lo que les viene en gana, entre una guerra contra el narcotráfico fuera de control y la ebullición de una duradera situación de crímenes de género sin castigo.
Nadie en el gobierno mexicano reconoce esas relaciones. Lo mismo podría aplicarse al gobierno de EEUU. El último informe del Departamento de Estado dio un aprobado a México en derechos humanos para que se autorizaran más apoyos a la Iniciativa Mérida para la guerra contra la droga. La indignación actual por el asesinato de Marisela y la nueva campaña “No Más Sangre” demuestran que el pueblo mexicano ha soportado ya suficientes excusas para la violencia en la que le están obligando a vivir.
Hasta que ambos gobiernos cambien de punto de vista ante la hipocresía de sus sistemas y políticas legales, la espiral de la violencia no hará más que continuar. En honor de Marisela y de tantas otras que se han atrevido a defender los derechos humanos y la justicia en México, es hora ya de que la sociedad civil a ambos lados de la frontera exija que se ponga fin al baño de sangre.
Laura Carlsen es directora del Programa de Políticas para las Américas en Ciudad de México. Puede contactarse con ella en: lcarlsen@ciponline.org
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