Si Sarah Palin, la ex gobernadora de Alaska y ex candidata a la vicepresidencia es ahora una de las figuras emergentes más populares entre los republicanos, si hay un movimiento tan beligerante como conservador denominado el Tea Party, con el cual se reconocen dos de cada 10 estadounidenses, que está organizando protestas contra el gobierno en todo el país, y si al propio Barack Obama, que nació y creció en el universo multicultural de Hawai lo señalan de haber nacido en Kenia, sugiriendo que su Presidencia es inconstitucional, ¿qué pueden esperar las personas de piel cobriza y ojos oscuros, sin gran estatura ni fortachones, católicos y no protestantes que se sienten agredidos por la ley antiinmigrantes en Arizona?
El alegato contra el multiculturalismo es que la inmigración a Estados Unidos afecta al tejido social y la vida del estadounidense común y corriente. Los inmigrantes, continúa la argumentación, no comparten los valores tradicionales estadounidenses y prefieren seguir fieles a sus viejas culturas, sin querer asimilarse a aquella en donde ahora viven. Esta nación, fundada por inmigrantes, repele hoy a los inmigrantes cuando estos no encuadran en el estereotipo de los peregrinos que edificaron el primer asentamiento de la colonia en Plymouth ni llevan en los genes el significado del Día de Gracias.
La nueva ley antiinmigrante en Arizona ha sido descrita como la más regresiva en Estados Unidos, y se combatirá en las cortes, que tendrán mucho trabajo. Arizona fue el primero de una decena de estados que quieren leyes similares en contra de inmigrantes, y que están respaldados por una creciente ola de opinión pública que sí quieren la mano dura contra quienes se encuentren sin documentos en Estados Unidos. Cierto, tiene más apoyo en Estados Unidos de los que muchos les gusta admitir.
Según el reconocido Rasmussen Report, el 60% de los estadounidenses aprueban la ley que recién firmó la gobernadora Jan Brewer, contra el 31 por ciento de oposición. El 44%, en reflejo de uno de los argumentos más fuertemente esgrimidos contra la inmigración, asegura que será bueno para la economía, y que los inmigrantes dejarán de robar empleos para los estadounidenses o los inmigrantes con documentos. Esta justificación es tramposa y esconde el fondo del fenómeno.
Hace algunos años, el ex presidente mexicano Vicente Fox, en una simplificación del debate, dijo que los mexicanos hacían trabajos en Estados Unidos que ni los negros querían hacer. En casos reales, no hay mejores trabajadores que los oaxaqueños en la pizca de la fresa en el sur de California, por su baja estatura que les permite ser muy rápidos. Tampoco hay más eficientes y veloces en limpieza de edificios que los mexicanos, a quienes llueven contratos a lo largo de la costa este de Estados Unidos.
Los mexicanos han ido ocupando gradualmente en las dos últimas décadas cada plaza de trabajo en industrias que antes estaban copadas por los negros. Producen tabaco en Carolina del Norte y empacan pollos en Alabama y Tennessee. Han abierto restaurantes en el corredor industrial y agrícola en los estados que colindan en la parte central del país con Canadá, y prácticamente monopolizan el trabajo en servicios en ciudades como Las Vegas. Muchos de ellos son indocumentados.
Cuando el huracán Katrina devastó Nueva Orleans, fueron los mexicanos quienes llegaron a hacer los trabajos de limpieza y las primeras obras de reparación, como sucedió en 1996, cuando al no verse cómo se concluirían las instalaciones deportivas en tiempo para la inauguración de los Juegos Olímpicos en Atlanta, las autoridades migratorias cerraron los ojos para que entraran mexicanos, sin documentos, a salvarles la fiesta.
El equipo de futbol más popular en Estados Unidos es México, según reportó esta semana The Wall Street Journal. Por eso se ha vuelto un éxito de taquilla: 90,000 espectadores en el Tazón de las Rosas en Pasadena, California, contra Nueva Zelanda, 63,000 en Carolina del Norte contra Islandia, y próximamente se esperan otros 80,000 en el juego contra Ecuador en Meadowlands, Nueva Jersey, cerca de la ciudad de Nueva York, donde nadie podría pensar, por los gritos y la algarabía, que se juega en un país que no es México. El seleccionado local, en comparación, no logra meter más del 50% de esa taquilla.
El tema de fondo en la discusión que atañe a México no es el económico o el proceso de integración que están siguiendo los mexicanos en Estados Unidos, sino el de la discriminación y el racismo. Pero este fenómeno, que galopa libremente por esa nación ante la preocupación e impotencia de muchos, no es sino uno más de los componentes ideológicos que se están sucediendo aceleradamente en esa nación, y que muestran una radicalización ideológica hacia la derecha en campo abierto y con más adeptos cada vez.
Su voz más beligerante es la cadena Fox, cuyos noticieros en los sistemas de cable tienen más audiencia que los noticieros combinados de CNN, MSNBC y CNBC. Sus conductores, en los programas hablados, caracterizados por la virulencia y tonos inflamatorios de sus palabras, arrasan a sus competidores. Glenn Beck, antiinmigrante de cepa, tiene casi 600 mil más televidentes que Larry King y Anderson Cooper juntos. Ambos, combinados, apenas si empatan el rating de Bill O'Reilly, otro extremista del micrófono.
No es gratuito que la televisión más ideológica, la que rebasa los parámetros del conservadurismo y está totalmente despreocupada por los equilibrios y la ponderación, sea la más vista en Estados Unidos. Para allá está caminando esa nación, que se ha quitado el pudor y la vergüenza de que se le tilde de derechosa. "No culpen a Arizona", escribió este domingo en The New York Times el columnista Frank Rich. "El estado del Gran Cañón solamente estuvo en el lugar correcto en el momento preciso para inclinarse hacia el lado oscuro. Su histeria es otro síntoma de un virus político que no puede ponerse en cuarentena y cuya cura es aún desconocida".
Lo que dice es que las cosas se pondrán peor. Hoy mandan al diablo a los inmigrantes, pero esa enfermedad avanzará por encima de ellos y sobre cosas aún inimaginables.
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