Oscar Niemeyer ha muerto esta noche tras varias semanas ingresado por
una insuficiencia renal. El célebre arquitecto ha fallecido en Río de
Janeiro, la ciudad en la que nació el 15 de diciembre de 1907, hace casi 105 años,
y a todos nos viene a la cabeza del arquitecto centenario de los
últimos años, arrugado y encogido en una butaca pero que,
increíblemente, seguía activo. Detrás, aparecen las formas de sus
construcciones: abiertas, nítidas, audaces, blancas, optimistas...
Por eso, es una paradoja que la historia de Niemeyer tenga algo de
desencanto. Su carrera podría ser una buena ilustración de todo lo que
pudo salir bien en el siglo XX y acabó en el desánimo.
La historia, desde el principio: Niemeyer nació con el nombre de
Oscar de Almeida Soares (Niemeyer era sólo el apellido de su abuela
materna) en una familia de Laranjeiras, un barrio bien de Río. Juventud
bohemia, vida burguesa (su padre era el propietario de una imprenta) y
descubrimiento tardío de la arquitectura, en cuya escuela no se
matriculó hasta que ya había cumplido 21 (y ya se había casado). Como si
supiera que tenía mucho tiempo por delante.
Con 28 años, Niemeyer empezó a trabajar con Lúcio Costa, el gran arquitecto brasileño del Movimiento Moderno. Con 32, ya tenía encargos importantes a su nombre y había ligado su nombre al del pintor y paisajista Roberto Burle Marx, el gran cómplice de su carrera.
Pero la historia de Niemeyer iba a cambiar en 1940, cuando su camino se cruzó con el del doctor Juscelino Kubitschek,
que por entonces era prefecto de la ciudad de Belo Horizonte.
Kubitschek le encargó a Niemeyer un desarrollo urbanístico en el norte
de la ciudad y apuntó su nombre para mayores proyectos. Cuando, entre
1956 y 1961, el político socialista dirigió el Gobierno de Brasil, su
amistad le abrió a Niemeyer una oportunidad única en la historia de la
arquitectura: crear un mundo nuevo.
Antes, entre ese 1940 y 1956, la carrera de Niemeyer creció año tras
año. Conoció y colaboró con Le Corbusier, descubrió las posibilidades de
un material de construcción nuevo llamado hormigón armado,
participó en el proyecto para la sede de la ONU en Nueva York, levantó
la Torre Copan de São Paulo, uno de los grandes hitos de la ciudad... Y,
no menos importante, se afilió al Partido Comunista de Brasil. Ocurrió a
mitad de los años 40 y su fidelidad ha durado hasta el final de sus
días. En los años 90, presidió el partido.
En un lugar de Goiàs
Hasta que por fin llegamos a 1956. Kubitschek llega al Gobierno con
un programa de reformas radicales que incluyen la creación de una nueva
capital en el centro del país para así romper la tensión bicéfala entre
São Paulo y Río de Janeiro. El presidente contaba con un proyecto de Lúcio Costa sobre el que trabajó Niemeyer. Y Brasilia nació como la imagen que hoy conocemos.
O sea: una gran explanada abierta en la selva, ceñida a un puñado de
lagos artificiales, llena de paisajes despejados e irresistibles y
salpicada de construcciones singulares. El sueño de Mies van der Rohe,
de Le Corbusier. Pero una cosa es la imagen y otra, la vida. No hace
falta explicar demasiado las razones del desencanto de Brasilia: las
distancias impracticables, el sol inclemente, sin sombra, las chabolas alrededor
de la ciudad, los edificios deteriorados a los pocos años. Una metáfora
del siglo XX, con sus proyectos utópicos y cargados de buenas
intenciones que acaban mal.
No hay mucho que reprochar al arquitecto. Su instinto era
indiscutiblemente noble y su talento, inmenso: "Niemeyer utilizó el
hormigón armado para conseguir formas libres y llenar de curvas los edificios
en los que el espacio interior establecía una íntima relación con la
naturaleza exterior. Utilizó volúmenes simples y esenciales, a menudo
distanciados en la planta del edificio, llenando sus obras sencillas de
poesía espacial. Es inevitable relacionar su trabajo con los espacios
pictóricos de Dalí y con los paisajes de De Chirico, pero también se
encuentra la difícil espontaneidad de Miró", cuenta Enrique Domínguez
Uceta en el obituario de Niemeyer que el diario EL MUNDO publicara este
jueves.
En cualquier caso, hacia 1964, el gran ciclo de Niemeyer había terminado. Un golpe de Estado dirigido por militares lo llevó al exilio en París
(pese a ello, siguió trabajando para la República), desde donde firmó
una segunda parte de su carrera con edificios destacados en toda Europa y
Oriente Próximo. Por ejemplo, la sede del Partido Comunista de Francia
en París (1987) o la sede de la editorial Mondadori en Milán (1968-75).
En 1988 recibió el premio Pritzker de arquitectura por su
trayectoria, cuando había cumplido ya los 80 años. Parecía que su
carrera ya estaba agotada, cuando quedaban 25 años de actividad y
proyectos notables como el Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi (1991),
en el estado de Río de Janeiro, una doble campana invertida al borde
del mar. Un año después, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las
Artes, que quizá fuera el primer paso hacia el Centro Cultural
Internacional que lleva su nombre en Avilés. No fue su último proyecto
pero sí el que renovó su popularidad en España.
Cuando preparaba las obras, Niemeyer concedió una entrevista a la
revista 'Descubrir el Arte', del grupo Unidad Editoral. "Tengo 70 años,
100 es demasiado... No me gusta decir mi edad, es aburrido. No tengo
problemas de salud, las cosas siguen andando. Estoy completando mi pasaje.
Cada uno de nosotros escribe una historia y yo tengo una página, pero
sin nada de especial. Si pensara en esa edad, perdería la esperanza".
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