Tikal ya era un importante centro ceremonial trescientos años antes de Cristo, aunque su época de mayor esplendor no llegara hasta el siglo VII, cuando diez mil personas vivían en su centro y más de cincuenta mil en los alrededores. La mayor parte de las ruinas que hoy pueden contemplarse datan de ese período, en el que indios de todo el Yucatán viajaban a través de la selva para asistir a sus espectaculares ceremonias, ya que Tikal era uno de los lugares más sagrados del mundo maya.
Recorrer las ruinas de Tikal no es tarea fácil. La ciudad, devorada por la selva desde el siglo X, ocupaba una extensión enorme y aunque sólo se han desbrozado las estructuras principales, el área que ocupan exige horas de camino y trepar muchas veces los empinados escalones que conducen al vértice de las pirámides.
Uno podría pasarse meses aprendiendo cosas sobre la cultura maya, que ya sedujo a los conquistadores.
Uno podría pasarse meses aprendiendo cosas sobre la cultura maya, que ya sedujo a los conquistadores. El corazón de Tikal era la Gran Plaza, enmarcada por cinco impresionantes pirámides, la más alta de las cuales, la llamada 'Templo de la serpiente bicéfala', de sesenta y cinco metros de altura, ofrece unas vistas esplendorosas sobre la jungla inacabable que la rodea.
Hay que trepar penosamente antes de alcanzar las plataformas superiores, pero el esfuerzo vale la pena: un manto de terciopelo verde se extiende por doquier envuelto en una bruma baja que se abraza a las copas de los árboles. Entre el algodón de la niebla, la geometría inconfundible de otras pirámides impone su quieta presencia en un paisaje sobrecogedor.
Magia al amanecer
Apenas la luz de la aurora comienza a iluminar las copas de los árboles, mil bramidos profundos surgen del corazón de la selva, encogiendo el ánimo con sus ominosas resonancias. Poco a poco, un coro de aves exóticas despliega su canto entusiasta sobre el incesante estertor agónico de los simios aulladores.
Si la música es un estado del alma, el despertar de la vida en la selva evoca el misterio de lo primigenio, de ese algo irracional que nos retrotrae a los albores mismos de la existencia. Cuando cesa el desgarrador griterío, el silencio vuelve a apoderarse otra vez de todo. Es un instante de magia absoluta, de una placidez inenarrable que queda grabada a fuego en la memoria. A nadie puede extrañarle tras una experiencia así que ese lugar fuera sagrado para los mayas, que acudían a él en peregrinación desde los confines de su imperio.
Claro que no todas las pirámides de Tikal emergen sobre la espesura. Hay muchas de menor tamaño que apenas insinúan su inconfundible silueta triangular bajo montículos cubiertos de musgo y maleza. En algunas, las raíces de los árboles rodean las piedras como brazos celosos que quisieran mantenerlas unidas o axfisiarlas.
La ciudad maya
Los arqueólogos han llegado a la conclusión de que las estructuras piramidales de caras lisas estaban dedicadas, por lo general, a la observación astronómica, mientras que las constituidas por una serie de taludes y plataformas, rematadas en lo alto por una cresta vertical, eran lugares sagrados, de acceso restringido, donde se celebraban las ceremonias religiosas. Finalmente, las que disponían de habitaciones y puertas eran palacios donde moraban los notables de la tribu.
El corazón de la ciudad lo constituía la Acrópolis, un conjunto de templos y palacios separados por amplios espacios, en los que destacaba el dedicado al Juego de la Pelota, el más sagrado de los rituales mayas. En efecto, este juego no era ningún deporte, sino una especie de duelo, un enfrentamiento ceremonial, que acababa con el perdedor (o el vencedor, según los casos) degollado. Enfrentaba a los jefes de dos tribus rivales que, auxiliados por un escudero de confianza, debían desplazar la pelota, sin tocar el suelo, con la única ayuda de sus caderas, hombros, rodillas y codos. Ni los pies, ni las manos, ni la cabeza podían ser usados en el empeño de albergar la pelota en una oquedad al efecto.
Si el juego se hacía en honor de los dioses del intramundo, el perdedor debía ser sacrificado cortándole la cabeza, manos y pies. Cuando se celebraba en honor de los dioses del supramundo, era el vencedor quien recibía idéntico castigo. Aunque ellos no lo consideraban tal, puesto que confiaban ciegamente en que su honrosa muerte les conduciría directamente al paraíso. Así se zanjaban muchas veces las rivalidades y enfrentamientos entre ciudades, evitando la tragedia de las guerras.
En pocos lugares del mundo lo sagrado llegó a alcanzar cimas tan extremas. Lo que allí estaba en juego no era sólo la fe o la esperanza, sino la propia vida. Habría que remontarse a los mártires cristianos para encontrar una disposición al sacrificio como la que exhibían los mayas.
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