Convenientemente “remodelada” para el gusto mediático de los tiempos, la electoral estrategia de la araña ultraderechista europea pasa por recabar los apoyos más dispares o disparatados mediante mensajes de hondo calado emotivo en momentos de malestar social y de torpe y egoísta acobardamiento ante las incertidumbres inmediatas.
De hecho, el Frente Nacional (FN) que la francesa Marine Le Pen heredó de su padre, antiguo editor musicográfico de marchas nazis, pesca en la estela de Doriot –el excomunista luego reconvertido al colaboracionismo pétainista-hitleriano– provechosos votos en muchos de los antiguos caladeros del Partido Comunista Francés (PCF).
La repugnante y sórdida raigambre de antaño, históricamente ducha en su búsqueda de chivos expiatorios, resurge disfrazada de “alternativa” que apela a lo “identitario” en el continente donde la acosada Grecia que tanto amó Lord Byron ya casi no tiene quien la defienda. Porque, en las crisis, la masa electoral suele votar, de manera reiterada y suicida, a las derechas desreguladoras y sus especulativas apuestas por la tierra enladrillada y los “bonus” prometidos a sus mejores tahúres, en paralelo a las supuestamente “inevitables” medidas de recorte a la estupefacta mayoría.
En nuestro continente, de reciente memoria aciaga y largas luchas por la libertad y los derechos civiles, urge que el pensamiento de izquierdas y la Internacional Socialista salgan analíticamente de sus impuestas miras cortoplacistas. Y de ciertos errores biempensantes, pagados muy caro, acerca del “relativismo cultural”, concepto oriundo en la tan distinta experiencia estadounidense y ahora utilizado por algunos, mitra y misal en mano, en su lucha contra los principios democráticos de 1789 y los fundamentos laicistas, tildados por ellos –precisamente por ellos, reaccionarios y antisemitas históricos– de fundamentalistas.
En esta coyuntura, hemos de repensar las variantes del mundo si no queremos que el nuestro, ya tan precario e industrialmente deslocalizado, se tercermundialice a pasos de siete suelas y deje despejado el terreno a los tamborileros populistas, siempre prestos al asalto en las encrucijadas virtuales y reales.
España es en este sentido, aparentemente, una excepción. Sin duda, porque aquí el ultraderechismo sociológico de nostalgias franquistas practica el voto útil al PP, a la vez que, con sus salidas de tono –propias de quien proviene de determinado eje y de ciertas tradiciones–, descentra la posibilidad de un conservadurismo verdaderamente alejado de sus raíces ultramontanas. En nuestro país, las xenofobias pasean relativamente camufladas… de momento.
Al revés que Francia; la antaño resistente Dinamarca que hoy blinda sus fronteras en abierto desprecio al Tratado de Schengen; la Flandes del Vlams Belang de masivos apoyos electorales, cuyo grito de guerra es “België Barst” (“que se hunda Bélgica”), o el austriaco FPÖ, reivindicador de señas de identidad nazis que utilizó obscenamente la imagen del Che para el agit-prop de su campaña juvenil, España parece indemne a la marea neofascista.
Pero ¿por cuánto tiempo? Se empieza por desdeñar el estudio de la historia, de la memoria democrática, en beneficio de un primario “conocimiento del medio”, y se terminará por admirar el lucrativo “triunfo de la voluntad” de gentes como Thilo Sarrazin, el destituido directivo de la Bundesbank, enriquecido gracias a un mediocre best seller sobre la supuesta destrucción de su país por obra de “los extranjeros”.
La España de la gobernanza religiosa y un modo de vida que sigue imponiendo funerales de Estado católicos –no laicos o siquiera ecuménicos– tras las desgracias colectivas alude agresiva y bochornosamente a sus peores “esencialidades”.
Y en el Este desdichado se reivindica, como cuestión “nacional”, a asesinos pogromistas como el atamán Petliura y su cohorte de criminales “blancos”, hoy recuperados allí con todos los honores por haber combatido, no precisamente por la libertad, a “rojos” que luego fueron a su vez aniquilados por la vorágine paranoide y reaccionaria de Stalin, exsoplón de la Ojrana.
Entretanto, la candidata Marine Le Pen usurpa ante los medios “los valores de la República” que hace poco expulsó, ignominiosa, de su “cuerpo natural” a los gitanos rumanos; Italia aguanta a sus no tan dementes herederos de Mussolini; la ultraderecha finlandesa se convierte en la tercera fuerza política del país con un 19% de los votos, y nosotros, todos nosotros, sólo pedimos ya no terminar como los griegos.
Los griegos que hoy sufren el mismo modelo arbitrario de “austeridad” –es decir, paro y miseria, según los expertos económicos Jacques Sapir y Bernard Conte– que el FMI impuso en los años ochenta a la América Latina de las dictaduras más feroces y obedientes durante la llamada “crisis de la deuda”. Entonces, y así quedó escrito en infames informes de la OCDE, a esa institución en absoluto inocente le gustaban los duros gobiernos dóciles y sus poblaciones atemorizadas como solvente garantía de pago al más fructífero y “renegociado” interés.
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