Gemma Botifoll tiene 29 años, trabaja como administrativa en una empresa de Sabadell (Barcelona) y nunca ha tenido el menor interés en ser el centro de la noticia. Un problema genético o un virus muy invasivo, no se sabe, provocaron una malformación muy grave e incurable al bebé que esperaba. Los médicos lo descubrieron cuando el embarazo estaba ya avanzado. La ley española no le permitía abortar, así que recurrió a una de las pocas opciones viables: Francia. "Crucé la frontera en coche con mi madre como si fuéramos delincuentes", recuerda. "Era uno de los episodios más tristes de mi vida y encima tuve que recorrer 1.100 kilómetros para pedir en otro país la ayuda que aquí me negaban. Todo, por no querer traer al mundo a un niño que, si sobrevivía, sólo iba a sufrir".
Botifoll cuenta su caso para que sea el último. Y espera quedar embarazada
Desde entonces, cuenta su historia con nombre y apellidos -ha aparecido hasta en The New York Times- para que la futura Ley de Salud Sexual y Reproductiva que prepara el Gobierno no se olvide de casos como el suyo. "No tengo nada de lo que avergonzarme", defiende. "Entiendo que otras mujeres que han pasado por lo mismo prefieran no hablar, pero no hemos hecho nada malo. Hemos tomado una decisión difícil ante una situación muy complicada. Nadie es quién para juzgarnos".
"Yo quería a ese niño más que a nada, pero no lo iba a traer a este mundo sabiendo que lo único que le esperaba era dolor", continúa. Llora, y se enfada, al recordarlo todo de nuevo. "Eso no se le hace a un hijo. Como madre, tomé la decisión que creí mejor. Me hace gracia todo lo que he tenido que escuchar durante estos meses por parte de la Iglesia católica sobre el aborto. A mí que me excomulguen si quieren, pero estoy tranquila. Hice lo que me dictó mi conciencia".
Si el anteproyecto de ley del Gobierno se mantiene hasta el final tal y como está redactado, casos como éste quedarán cubiertos. Pero Gemma teme que la presión de los sectores antiabortistas provoque un cambio en el trámite parlamentario. Por eso sigue alzando la voz. "Quiero ser la última a la que la sanidad española da la espalda", dice.
Todos los ginecólogos que la habían visto durante el embarazo le habían dicho que el feto estaba perfecto. Hasta el octavo mes. "Me dieron la mala noticia el 14 de abril de 2008. El médico que me estaba haciendo la ecografía se quedó de pronto pasmado mirando la pantalla. 'Vístete rápido y hablamos', me dijo. Pensé que el bebé había muerto. El ginecólogo me explicó después que estaba vivo pero mal, muy enfermo".
Al bebé, que ya tenía nombre, Joel, le diagnosticaron "agenesia total de cuerpo calloso" y "ventriculomegalia en ambos ventrículos". No tenía conectadas la parte izquierda y la derecha del cerebro y sus ventrículos se dilataban a marchas forzadas. "Me dijeron que no se podía curar, que viviría entre un día y cinco años, que estaría ciego, sordo e inmóvil y que padecería un grave retraso. Iba a ser un vegetal".
Los médicos le aseguraron que no podían hacer nada porque la ley española sólo permite los abortos por malformación fetal hasta la semana 22. Después de llamar a un sinfín de clínicas privadas, en una de ellas le hablaron, finalmente, de Francia. Gemma y su madre cogieron el coche y se marcharon a Rennes. Allí vivía un amigo que las alojó, cuidó y ayudó con el idioma. Días después, y en visita relámpago, llego su marido, a quien no habían dado permiso en el trabajo para acompañarla.
El comité médico de la maternidad de Rennes autorizó la intervención por la gravedad de la enfermedad del feto. A partir de ese momento, el apoyo fue total. "Tenía un psicólogo día y noche. Fue muy duro, pero me sentí muy acompañada. Allí el tema no es tabú, como aquí, ni tienes que pedir perdón".
Gemma enseña una factura con una media sonrisa. "Lo más absurdo de todo es que, al final, la sanidad pública española, la misma que se desentiende de tu problema, acaba pagándole a Francia tu aborto. Es todo una gran hipocresía". Dice que se sentirá "muy orgullosa" si se aprueba la nueva ley. "La francesa es de 1979 ¡El mismo año que nací yo! Pero claro, ellos no se topan a cada paso con la Iglesia, no la dejan inmiscuirse en sus leyes". Entre tanto, quiere quedarse embarazada de nuevo. En ello está.
Botifoll cuenta su caso para que sea el último. Y espera quedar embarazada
Desde entonces, cuenta su historia con nombre y apellidos -ha aparecido hasta en The New York Times- para que la futura Ley de Salud Sexual y Reproductiva que prepara el Gobierno no se olvide de casos como el suyo. "No tengo nada de lo que avergonzarme", defiende. "Entiendo que otras mujeres que han pasado por lo mismo prefieran no hablar, pero no hemos hecho nada malo. Hemos tomado una decisión difícil ante una situación muy complicada. Nadie es quién para juzgarnos".
"Yo quería a ese niño más que a nada, pero no lo iba a traer a este mundo sabiendo que lo único que le esperaba era dolor", continúa. Llora, y se enfada, al recordarlo todo de nuevo. "Eso no se le hace a un hijo. Como madre, tomé la decisión que creí mejor. Me hace gracia todo lo que he tenido que escuchar durante estos meses por parte de la Iglesia católica sobre el aborto. A mí que me excomulguen si quieren, pero estoy tranquila. Hice lo que me dictó mi conciencia".
Si el anteproyecto de ley del Gobierno se mantiene hasta el final tal y como está redactado, casos como éste quedarán cubiertos. Pero Gemma teme que la presión de los sectores antiabortistas provoque un cambio en el trámite parlamentario. Por eso sigue alzando la voz. "Quiero ser la última a la que la sanidad española da la espalda", dice.
Todos los ginecólogos que la habían visto durante el embarazo le habían dicho que el feto estaba perfecto. Hasta el octavo mes. "Me dieron la mala noticia el 14 de abril de 2008. El médico que me estaba haciendo la ecografía se quedó de pronto pasmado mirando la pantalla. 'Vístete rápido y hablamos', me dijo. Pensé que el bebé había muerto. El ginecólogo me explicó después que estaba vivo pero mal, muy enfermo".
Al bebé, que ya tenía nombre, Joel, le diagnosticaron "agenesia total de cuerpo calloso" y "ventriculomegalia en ambos ventrículos". No tenía conectadas la parte izquierda y la derecha del cerebro y sus ventrículos se dilataban a marchas forzadas. "Me dijeron que no se podía curar, que viviría entre un día y cinco años, que estaría ciego, sordo e inmóvil y que padecería un grave retraso. Iba a ser un vegetal".
Los médicos le aseguraron que no podían hacer nada porque la ley española sólo permite los abortos por malformación fetal hasta la semana 22. Después de llamar a un sinfín de clínicas privadas, en una de ellas le hablaron, finalmente, de Francia. Gemma y su madre cogieron el coche y se marcharon a Rennes. Allí vivía un amigo que las alojó, cuidó y ayudó con el idioma. Días después, y en visita relámpago, llego su marido, a quien no habían dado permiso en el trabajo para acompañarla.
El comité médico de la maternidad de Rennes autorizó la intervención por la gravedad de la enfermedad del feto. A partir de ese momento, el apoyo fue total. "Tenía un psicólogo día y noche. Fue muy duro, pero me sentí muy acompañada. Allí el tema no es tabú, como aquí, ni tienes que pedir perdón".
Gemma enseña una factura con una media sonrisa. "Lo más absurdo de todo es que, al final, la sanidad pública española, la misma que se desentiende de tu problema, acaba pagándole a Francia tu aborto. Es todo una gran hipocresía". Dice que se sentirá "muy orgullosa" si se aprueba la nueva ley. "La francesa es de 1979 ¡El mismo año que nací yo! Pero claro, ellos no se topan a cada paso con la Iglesia, no la dejan inmiscuirse en sus leyes". Entre tanto, quiere quedarse embarazada de nuevo. En ello está.
EP-E
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