Shirley Vargas abre la puerta, acomoda a los periodistas en el salón y da conversación para hacer tiempo mientras su hijo se asea. "No me acostumbro a estar aquí. En Bolivia tengo una venta de carne, estoy ocupada. Aquí cocino, ayudo a mi hijo y ya no hay más que hacer...".
La madre de Franns Melgar lleva varias semanas instalada en Gandia (Valencia), donde llegó tras el traumático accidente en el que su hijo perdió el brazo izquierdo a finales de mayo. Lo segó la hélice de una máquina amasadora en la panificadora donde trabajaba sin contrato por menos de 700 euros al mes en Real de Gandia (una pequeña localidad a unos cuatro kilómetros de la capital de comarca). "Cuando me enteré, me puse como loca, mi casa se convirtió en un velorio, todo el mundo acudió a verme, a preguntar sobre lo sucedido...". A medida que emergen los recuerdos la voz de Shirley Vargas, de 63 años, se va debilitando hasta que se quiebra y comienza a sollozar.
-No llores, mamá.
Franns sale del cuarto de baño con el pelo mojado y el torso al aire. Un apósito oculta la cicatriz. Más que dolor, nota sensaciones extrañas. "Es como si estuviera agarrando algo con el puño cerrado", comenta. En la mesa del salón se apilan tres cajas de medicamentos (analgésicos, antibióticos y unos comprimidos para combatir la ansiedad) junto a unos vasos de agua fría que acaba de traer su madre de la cocina. "Desde luego, no estoy igual que antes. Me encuentro débil, cansado".
La vida de este boliviano de 33 años dio un vuelco el 28 de mayo. Ese día descansaba, pero un compañero le pidió que le cambiara el turno en la panificadora. No era un trabajo cómodo. Durante jornadas laborales tan extensas como fueran los encargos de las panaderías, restaurantes, hoteles o supermercados de Gandia a los que servían, Franns se encargaba de hacer la masa, cocer el pan o empaquetarlo. Lo que hubiera que hacer. "Incluso llegué a poner gasoil al coche del jefe cuando me lo pedía", comenta. Lo peor eran las vacaciones, fechas en las que la avalancha de turistas disparaban los pedidos. "En verano entrábamos a las doce de la noche y salíamos a las nueve, diez u once de la mañana. Cuando se acababa la faena".
Aquel 28 de mayo la mala fortuna quiso que al tirar la levadura se cayera el envase a la masa. Y que, en una reacción refleja, Franns metiera el brazo para recoger la bolsa mientras la espiral de la amasadora giraba.
Una inspección de Trabajo desveló después las paupérrimas condiciones de trabajo en la panadería industrial, la desconexión de los sistemas de seguridad de las máquinas o que sólo estaban dados de alta en la Seguridad Social los dueños. También se supo sobre los sueldos de miseria y las extenuantes jornadas de trabajo a las que estaban sometidos. Todo ello difícilmente hubiera salido a la luz si Franns no hubiera perdido el brazo. Y él seguiría siendo uno más de los cientos de miles de inmigrantes irregulares anónimos que sobreviven en las alcantarillas del mercado laboral español. Pero Comisiones Obreras denunció el accidente, así como la actitud de su jefe, que no dio la cara por él. "Me dijo que comentara que no tenía nada que ver con él y ni siquiera me acompañó en el hospital", recuerda.
Franns mantiene un tono de conversación suave que sólo eleva al referirse a los dueños de la empresa. "Ni a un perro se le trata así", comenta, "nunca dieron la cara o se interesaron por mi salud. Ni una llamada. ¿Cómo puedo hablar bien de esos señores?".
A la vuelta del hospital, dejó la casa donde vivía con otros inmigrantes. Ahora comparte piso con su madre, su hermana Silvia y su cuñado Mario, que, indirectamente, también se ha visto afectado por su tragedia. "Lo tiraron después del accidente; se asustaron porque no tiene papeles", comenta Shirley. "¿Qué voy a hacer yo aquí? Soy una boca más que alimentar, me tendré que ir".
Franns vive pendiente de las visitas al médico y el proceso abierto contra sus jefes, mientras le da vueltas a su futuro cuando se recupere. Y todo por dejar Bolivia para acabar ganando casi lo mismo que en casa, donde era taxista. "Pero eso nunca lo sabes", se lamenta Franns, "te dicen que hay trabajo, te lo crees...".
La madre de Franns Melgar lleva varias semanas instalada en Gandia (Valencia), donde llegó tras el traumático accidente en el que su hijo perdió el brazo izquierdo a finales de mayo. Lo segó la hélice de una máquina amasadora en la panificadora donde trabajaba sin contrato por menos de 700 euros al mes en Real de Gandia (una pequeña localidad a unos cuatro kilómetros de la capital de comarca). "Cuando me enteré, me puse como loca, mi casa se convirtió en un velorio, todo el mundo acudió a verme, a preguntar sobre lo sucedido...". A medida que emergen los recuerdos la voz de Shirley Vargas, de 63 años, se va debilitando hasta que se quiebra y comienza a sollozar.
-No llores, mamá.
Franns sale del cuarto de baño con el pelo mojado y el torso al aire. Un apósito oculta la cicatriz. Más que dolor, nota sensaciones extrañas. "Es como si estuviera agarrando algo con el puño cerrado", comenta. En la mesa del salón se apilan tres cajas de medicamentos (analgésicos, antibióticos y unos comprimidos para combatir la ansiedad) junto a unos vasos de agua fría que acaba de traer su madre de la cocina. "Desde luego, no estoy igual que antes. Me encuentro débil, cansado".
La vida de este boliviano de 33 años dio un vuelco el 28 de mayo. Ese día descansaba, pero un compañero le pidió que le cambiara el turno en la panificadora. No era un trabajo cómodo. Durante jornadas laborales tan extensas como fueran los encargos de las panaderías, restaurantes, hoteles o supermercados de Gandia a los que servían, Franns se encargaba de hacer la masa, cocer el pan o empaquetarlo. Lo que hubiera que hacer. "Incluso llegué a poner gasoil al coche del jefe cuando me lo pedía", comenta. Lo peor eran las vacaciones, fechas en las que la avalancha de turistas disparaban los pedidos. "En verano entrábamos a las doce de la noche y salíamos a las nueve, diez u once de la mañana. Cuando se acababa la faena".
Aquel 28 de mayo la mala fortuna quiso que al tirar la levadura se cayera el envase a la masa. Y que, en una reacción refleja, Franns metiera el brazo para recoger la bolsa mientras la espiral de la amasadora giraba.
Una inspección de Trabajo desveló después las paupérrimas condiciones de trabajo en la panadería industrial, la desconexión de los sistemas de seguridad de las máquinas o que sólo estaban dados de alta en la Seguridad Social los dueños. También se supo sobre los sueldos de miseria y las extenuantes jornadas de trabajo a las que estaban sometidos. Todo ello difícilmente hubiera salido a la luz si Franns no hubiera perdido el brazo. Y él seguiría siendo uno más de los cientos de miles de inmigrantes irregulares anónimos que sobreviven en las alcantarillas del mercado laboral español. Pero Comisiones Obreras denunció el accidente, así como la actitud de su jefe, que no dio la cara por él. "Me dijo que comentara que no tenía nada que ver con él y ni siquiera me acompañó en el hospital", recuerda.
Franns mantiene un tono de conversación suave que sólo eleva al referirse a los dueños de la empresa. "Ni a un perro se le trata así", comenta, "nunca dieron la cara o se interesaron por mi salud. Ni una llamada. ¿Cómo puedo hablar bien de esos señores?".
A la vuelta del hospital, dejó la casa donde vivía con otros inmigrantes. Ahora comparte piso con su madre, su hermana Silvia y su cuñado Mario, que, indirectamente, también se ha visto afectado por su tragedia. "Lo tiraron después del accidente; se asustaron porque no tiene papeles", comenta Shirley. "¿Qué voy a hacer yo aquí? Soy una boca más que alimentar, me tendré que ir".
Franns vive pendiente de las visitas al médico y el proceso abierto contra sus jefes, mientras le da vueltas a su futuro cuando se recupere. Y todo por dejar Bolivia para acabar ganando casi lo mismo que en casa, donde era taxista. "Pero eso nunca lo sabes", se lamenta Franns, "te dicen que hay trabajo, te lo crees...".
EP-E
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