En su extraordinario libro Espejos. Una historia casi universal, Eduardo Galeano nos narra en su cuentito “Ananá” lo siguiente: “El ananá, o abacaxi… los españoles lo llamaron piña… Aunque venía de América, este manjar de alta finura fue cultivada en los invernaderos del rey de Inglaterra y del rey de Francia, y fue celebrado por todas las bocas que tuvieron el privilegio de probarlo. Y siglos después, cuando ya las máquinas lo despojaban de su penacho y lo desnudaban y le arrancaban los ojos y el corazón y lo despedazaban para meterlo en latas a un ritmo de cien frutas por minuto, Oscar Niemeyer le ofreció, en Brasilia, el homenaje que merecía. El ananá se convirtió en catedral”.
Cuando en 1960 se inauguró Brasilia –la Unesco en 1987 la declaró
Patrimonio Cultural de la Humanidad–, Niemeyer cuenta: "Los palacios
pueden gustar o no, pero nadie podrá decir que antes había visto algo
igual. Puede que haya visto mejores, pero iguales no". Y contaba también
que "construir una ciudad ha sido fantástico. Pero luego el sueño se
acabó, precisamente en el día de la inauguración. No subí al palco de
las autoridades: me quedé abajo, con los peones que habían trabajado
para construir una ciudad donde no podrían vivir. El mundo soñado era
imposible. Dejábamos de ser iguales".
Laberinto [N° 495, 08/12/12; http://www.facebook.com/pages/Laberinto-Milenio-Diario/119705201450913 ],
publicó un estupendo reportaje sobre este arquitecto con reconocimiento
universal: “Oscar Niemeyer: el arte de lo imposible”. “Uno de los
iconos de la arquitectura del siglo XX murió el pasado 5 de diciembre a
unos días de cumplir 105 años. Discípulo de Le Corbusier, amó como pocos
la línea curva, experimento con nuevos materiales y en múltiples
ocasiones se declaró un enamorado incondicional del futuro”.
Pero el gran Niemeyer no solamente fue longevo en la práctica
profesional, tuvo además un rasgo fuera de lo común de los arquitectos
de fama mundial –hoy día muchos de ellos actuando como verdaderos divos
del “star system”, los "arqui-stars", según el eminente historiador
Leonardo Benevolo–, era un convencido militante comunista desde el año
de 1945. Dejemos de lado su adscripción al Partido Comunista Brasileño
–un partido estalinista como casi todos los partidos “oficialistas”
reconocidos en su momento por la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas (URSS); del cual fue su presidente de 1992 a 1996, recien
extinta la URSS–, el hecho inobjetable es que debemos reconocer su firme
y sincera convicción por transformar radicalmente el mundo que le tocó
vivir. “Nunca me callaré la boca. Nunca esconderé mis convicciones
comunistas. Y quien me contrata como arquitecto conoce mis concepciones
ideológicas”, insistió Niemeyer hasta el final de sus días, nacido en
una familia burguesa de origen alemán, portugués y árabe. El arquitecto
decía haber “comprendido inmediatamente que hay que cambiar las cosas”.
“Entré al partido y me quedé (…) Hay que conocer ante todo la vida de
los hombres, su miseria, su sufrimiento para hacer arquitectura de
verdad”. Por su abierta militancia comunista, al igual que muchos
brasileños artistas e intelectuales de izquierda, Niemeyer vivió en
Francia durante sus años de exilio durante la dictadura militar
(1964-1985).
También decía enfático: “No quiero cambiar la
arquitectura, lo que quiero cambiar es esta sociedad de mierda”. Pero no
hay duda de que contribuyó a cambiar la arquitectura y se convirtió en
uno de los exponentes más notables de las vanguardias arquitectónicas
durante la segunda mitad del siglo pasado junto a su maestro Le
Corbusier, Walter Gropius, Frank Lloyd Wright y Mies Van der Rohe, entre
otros grandes maestros de la arquitectura moderna.
Más allá de
percibir a la arquitectura como arte, en la historia social existe un
estrecho vínculo entre lo político y la arquitectura. La arquitectura
refleja fielmente el poder político –es imposible explicar El Palacio de
Versalles sin comprender el Estado absolutista– y en ocasiones está
asociada a los profundos cambios revolucionarios (La Bastilla, El
Palacio de Invierno, etcétera). En una historia crítica de la
arquitectura sin duda habrá un capítulo especial de las ideologías
políticas de los grandes arquitectos, pues ninguno está exento de tener
consciente o inconsciente su ideario político. Como en la viña del
señor, hay de todo: fascistas, derechistas, liberales, liberales
radicales, socialdemócratas e izquierdistas; predominando los
conservadores. Antonio Gaudí, un genio de la arquitectura, simpatizó en
su juventud con las ideas socialistas. Ludwig Mies van der Rohe, pionero
de la arquitectura moderna, no obstante ser un liberal radical no le
impidió para nada diseñar en 1926 el extraordinario Monumento a Karl
Liebknecht y Rosa Luxemburg, revolucionarios comunistas asesinados por
la socialdemocracia alemana en 1919, monumento que los nazis destruyeron
inmediatamente. En México, el arquitecto y pintor Juan O'Gorman –quien
perteneció a la Unión de Arquitectos Socialistas de México (1937.1941)–
fue socialista y amigo de Trotsky, y opositor a Hannes Meyer, quien fue
estalinista y director de la famosa escuela Bauhaus (1928-1930).
El
gran arquitecto nacido en Río de Janeiro decía que le gustaría ser
recordado en las enciclopedias con una frase corta: "Niemeyer, Oscar:
brasileño, arquitecto; vivió entre amigos, creyó en el futuro".
No hay comentarios:
Publicar un comentario