Iglesia de la Sangre del Salvador, San Petesburgo Foto. Fernando Díaz |
Hace poco menos de un mes asistimos a la notica de que el principal partido de la Federación Rusa, Rusia Unida, había tomado la decisión de presentar al actual Primer Ministro, Vladímir Putin, a la candidatura para la presidencia de la Federación. Se confirmaba así lo que en 2008 todo el mundo sabía: que el mandato de Dimitri Medvedev tenía fecha de caducidad. Por aquel entonces ambos líderes políticos ya habían hecho el cambio, de Presidente a Primer Ministro, debido a que la Constitución rusa impide ser reelegido para más de dos mandatos consecutivos a la presidencia. Nada afirmaba el texto constitucional sobre esta artimaña que nadie ha mantenido en secreto durante estos años –un chiste popular en la Rusia actual dice “vote por Putin dos veces y llévese un tercer mandato gratis”. La única duda era saber si Vladímir tenía la suficiente paciencia para aguantar dos mandatos de Medvedev al frente de la Presidencia de su país.
La llegada de Putin al poder en el año 2000 vino acompañada de expectación y miedo. La debilidad del último mandato de Yeltsin hacía ver en la figura de Putin la inconfundible energía de la que adolecía por entonces el Kremlin al tiempo que afloraba el miedo a que un ex agente del KGB acumulara todo el poder político en Rusia. Económicamente, y tras la crisis económica que sufrió la Federación a mediados de los 90, Putin se encontró ante una bonanza que hacía girar la sociedad sin necesidad de ningún impulso político. Fue entonces cuando el sector de los servicios secretos terminó por conquistar el poder político ruso. Aprovechando la fuerte subida del petróleo y el gas –que son el 72% de sus exportaciones- Putin fue colocando en puestos claves a antiguos aliados suyos de los servicios secretos de San Petesburgo. Amiguismo que terminó por constituir una clase política y económica propia, con intereses particulares y de la que han dependido los sucesivos gobiernos de Putin y Medvedev.
Los atentados del 11S, la dependencia europea del gas ruso y el desarrollo de la política global hicieron de Putin el auténtico valedor del futuro de Rusia. Un líder incuestionable para otros países –no así para la sociedad civil - que se constituyó como el representante de la estabilidad, previsibilidad y prosperidad rusas.
Producción propia sobre la base del artículo The Temporary Return of Putin Co. de Lilia Shevtsova para Foreign Affairs |
Internamente Putin construyó un mecanismo de control del estado que, como indica Lilia Setshova en un reciente artículo para Foreign Affairs, resultó un híbrido entre las bases del poder soviético y las del poder zarista. El régimen de Putin se basaba en un poder personalizado, un control de los activos rusos por parte de la corporación formada por sus leales de San Petesburgo y la creación de un espíritu neoimperialista ruso. En un país que ha sufrido la persecución de la población por parte de los servicios de seguridad, era la primera vez en la Historia que éstos conquistaban directamente el poder político, económico y social. La nueva clase política era capaz de desobedecer leyes y utilizar los activos públicos para sus intereses particulares.
El cambio de Putin por Medvedev supuso una ventana de esperanza internacional de encontrarse una Rusia menos agresiva, más abierta al diálogo en términos económicos, pero también sobre libertades políticas y democracia. A pesar de que Putin seguía en el poder –bajó al cargo de Primer Ministro- la llegada de Medvedev ayudó a cambiar la imagen de Rusia. El clima internacional que justificaba cualquier acción militar en aras de combatir el terrorismo cambió con la llegada de Barack Obama a la presidencia estadounidense. Y a pesar de que nada más llegar Medvedev tuvo que lidiar con el conflicto de Georgia, desde Washington se propusieron un acercamiento a Rusia en torno a la política nuclear iraní, la invasión de la OTAN en Afganistán y, como punto estrella, las negociaciones armamentísticas que derivaron en un nuevo tratado START para el control de armas nucleares en abril de 2010. Medvedev intentaba atraer a occidente con la insinuación de un proceso político de reforma más liberal y acorde con la nueva administración estadounidense.
Pero la Rusia de Medvedev sigue siendo la Rusia de Putin, aunque con una diferencia sustancial. Putin vivió una bonanza económica internacional, casi no tuvo que hacer nada para permitir que la economía rusa creciera –ganándose el apelativo de Vladímir, el Afortunado. Medvedev ha vivido todo su mandato junto con una crisis sistémica global que ha tocado profundamente la economía rusa.
La encuesta del Centro Levada que reseña Shevtsova muestra que más del 50% de la población ven la administración de Putin aún más corrupta que la de Yeltsin. Casi el 50% creen que Rusia va en la dirección equivocada. Los descontentos sociales aumentan con la crisis y un 25% cree que la gente saldrá a la calle para protestar, iniciativa en la que participaría, al menos, el 21%. Existe malestar social por los pocos o nulos servicios sociales que ofrece el sistema ruso. Medvedev ha presentado unos presupuestos para 2012 donde el 60% de los mismos se dedican al ejército y las agencias de seguridad. Además, los cálculos más optimistas indican que el barril de petróleo debería estar a 123$ para permitir el crecimiento de la economía rusa, cuando hace tiempo que se estancó en 80$.
Crece el descontento social, pero sigue creciendo el nivel de corrupción de las clases altas. Rusia es un país dominado por una casta económica que ahora, desde la política, también copa los consejos de administración de las empresas y bancos más importantes. El nepotismo se ha convertido en el único medio para alcanzar la prosperidad. La inversión interna es nula. Los dirigentes tienen a su familia en países occidentales, igual que sus ahorros. Y el pacto social entre éstos y la sociedad, que permitía subsistir a los ciudadanos que no se metían en política, se ha quebrado con la crisis económica.
Medvedev no ha terminado de atajar esta quiebra, no ha dado respuesta a la demanda de más y mejores servicios sociales, no ha podido acabar con la dependencia de los precios del petróleo y el futuro de la economía rusa sigue el camino de los recortes sociales y las reformas económicas neoliberales. Medidas todas ellas que refuerzan la posición de las élites frente al resto de la sociedad.
Putin no se va a encontrar una Rusia de Medvedev, sino la misma Rusia que él ha construido y sobre la que pesa la crisis más grave de las economías del G20. Un país que combina el incremento del malestar social, los privilegios de la élite y una constante y continúa migración de las clases medias –hasta 150.000 personas en sólo 3 años. Extraordinaria combinación que le va a obligar a seguir manteniendo su política de dura represión de la sociedad civil, aumentando el control sobre los ciudadanos no políticos. Putin depende, en exceso, del beneplácito de las élites rusas. Son ellas quienes lo han construido a él y quienes han levantado el imperio en torno al Zar Vladímir. Y no dudarán en buscarse otro hombre en caso de que éste no sirva ya a sus intereses.
En este panorama de represión interna el futuro de la democracia rusa dependerá de en qué medida la diáspora rusa se organice y sea capaz de construir un contrapoder internacional que influya en los apoyos externos de Putin y tambalee la seguridad de las élites rusas actuales.
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