Nacido en Montevideo el 25 de abril de 1944, aún adolescente conoció el triunfo de la Revolución Cubana, con la cual pronto se identificó, y estuvo entre los uruguayos que acudieron a las manifestaciones para apoyar a Cuba frente a una de las maniobras urdidas contra ella por el imperialismo: la decisión de expulsarla de la OEA, como se impuso en la cumbre de esta en enero de 1962, celebrada en Punta del Este. En la retina y en la memoria de nuestro amigo se grabó para siempre la imagen de Raúl Roa. Luego, junto a compatriotas suyos —Daniel Viglietti, Aníbal Sampayo y otros—, participó en el sembrador Primer Encuentro Internacional de la Canción Protesta, organizado en julio de 1967 en Varadero por la Casa de las Américas.
Esa institución, que asociada a la heroína Haydee Santamaría contó siempre con la admiración de Quintín, se creó en La Habana en 1959, pocos meses después del triunfo revolucionario, para cultivar las relaciones culturales, la amistad, el conocimiento mutuo y la solidaridad entre todos los pueblos americanos: desde el extremo sur hasta el norte del continente, pasando por el Caribe insular. Fue una temprana medida para contrarrestar lo que era previsible: el intento imperialista de aislar a Cuba, como no tardó en apreciarse con la ilegal y criminal implementación del bloqueo y, también, con actos de terrorismo y agresiones armadas como el ataque por la zona de Playa Girón, donde hace ya casi cincuenta años el pueblo cubano aplastó a los mercenarios del imperio. Esa fue una gesta que estuvo presente siempre en el pensamiento y en la conducta de Quintín, quien reconocía un maestro en Carlos Puebla, junto a quien actuó no solamente en Cuba.
Imbuido de ese espíritu se trasladó a España —empezó por Barcelona en 1968—, y allí, además de seguir siendo el revolucionario uruguayo y latinoamericano en general que fue, devino también revolucionario español, entusiasta defensor de la buena herencia de una República, asesinada, cuya estela fecundante sigue viva, y merece triunfar. Del apoyo de Quintín —como parte de su internacionalismo militante— a esa fuerza generadora dieron múltiples pruebas su labor periodística y, en especial, su presencia como activista y trovador en múltiples actos celebrados en distintas localidades de España, sin dejar de hacer viajes solidarios a Cuba, ni de apoyar la lucha de otros pueblos. Esa fue la voluntad que lo mantuvo en pie incluso cuando se vio literalmente obligado a ir a todas partes arrastrando la botella de oxígeno, de la que dependía cada vez más.
Yo había iniciado amistad con él en Cuba, en uno de los viajes que hizo para ratificarle su apoyo, parte de la identificación que cultivó sin pedir ni esperar nada a cambio, sin sentir que hacerlo le diera derecho especial alguno. Y aquella amistad se consolidó como hermandad al calor de mi trabajo como consejero cultural de nuestra Embajada en España. En ese país tuve, además de la generosa hospitalidad del amigo, el concurso del colaborador que sabía —contra las limitaciones de algún pensamiento recortadizo— que la cultura cubana incluye en su médula la proyección latinoamericanista acrisolada por José Martí.
Al cumplirse dos años de la muerte de Quintín, es también justo, como en cualquier otro momento, recordar su ardor artístico: sabía, con Martí, que el arte es “el modo más corto de llegar al triunfo de la verdad y de ponerla a la vez, de manera que perdure y centelle, en la mente y en los corazones”. Hizo poemas y libros y, sobre todo, canciones que integraron discos: desde Yo nací en Montevideo (1975) hasta Naufragios y palimpsestos, que grabó en 2008 heroicamente, a pesar del creciente deterioro de sus pulmones, y fue el mejor de su catálogo. Asistió a su presentación en Madrid, en la sede de la Sociedad General de Autores y Editores, pocos meses antes de morir. Acudió acompañado de su fuerte Lole y de su botella de oxígeno. Ya no podía cantar, pero su ánimo seguía siendo una viva lección de gallardía.
Si el acto de cremación de su cadáver en la funeraria de Alcorcón, al día siguiente de su muerte, fue una multitudinaria manifestación de respeto y respaldo a las ideas que él defendió en vida, el 27 del mismo mes de marzo, por la noche, tuvo lugar otro hecho conmovedor y mucho más masivo. Para esa fecha se había planeado dedicarle una velada en la que era previsible que él, intervenido quirúrgicamente en enero, no podría cantar, pero en cuyo transcurso, y básicamente con obras suyas, solistas y agrupaciones que lo querían, que lo quieren, actuarían para que él gozase del concierto desde el público.
El concierto devino póstumo, pero se mantuvo fiel a la alegría que Quintín cultivó en vida, y con la que seguramente habría querido que lo recordásemos. El amplio salón del Auditorio Marcelino Camacho, de las Comisiones Obreras de Madrid, se vio colmado a tope por un público que lo honró mientras disfrutaba la interpretación —con plena entrega y gran calidad— de canciones suyas. De allí se salió con una certidumbre añadida a la que ya se tenía de los valores del amigo a quien se rindió un homenaje tensado entre el regocijo y el nudo en la garganta: su música crecerá.
Portador de bravura y de optimismo, y de un estupendo buen humor, el periodista y poeta Quintín fue el reportero de su propia enfermedad, que le apagaba el cuerpo, no el coraje ni las ideas. Sucesivamente dio curso a una serie de alrededor de diez composiciones en décimas con el número correspondiente cada una y el título común “Parte médico de amor y/o de guerra”. Alguna de ellas intenté, sin fortuna, que se publicara en Cuba, donde estamos en deuda con él, y donde su muerte tuvo justa repercusión en el diario Granma y en alguna otra publicación más. De algunos de aquellos “partes” reproducidos en internet veamos al menos unos pocos versos, que dan idea del conjunto, donde también tuvieron espacio testamentario su solidaridad con la Revolución Cubana, y su admiración por Fidel Castro, el guía.
El 4 de enero, amarrado a su botella de oxígeno y cerca ya el trasplante pulmonar, escribió: “Nuevamente los saludo / desde Castilla-La Mancha, /el invierno, con su ancha / manta de frío, no pudo / derrotar a este tozudo / que llaman Quintín Cabrera”. No desconocía el peligro que le esperaba. Es más, uno tenía la impresión de que él ansiaba operarse contando con dos posibilidades: o se curaba y podía volver a su andadura quijotesca, o se libraba —con la muerte— de una limitación que le impedía seguir en la pelea. De ahí que, si escribía: “Con las fuerzas agotadas / no te puedes defender, / aunque no quieras caer / la moral se ve afectada”, no tardase en añadir: “Pero esa moral se eleva / con cada muestra de amor / que recibe este cantor / y el aliento que eso lleva”.
Mantuvo el buen humor y la firmeza hasta el final: “Les pedí a los Reyes Magos / (¿es verdad que son los padres?) / que por poco que les cuadre / se pasen por estos pagos / para aliviar malos tragos / trayéndome ese pulmón. / Pero reyes, reyes son / y yo soy republicano; / como ven, asumo, Hermanos, / hasta esa contradicción”. Del poblado guadalajareño de Luzón, donde varias veces disfruté su hospitalidad y su vocación de cheff, se trasladó a Madrid, urgido ya —cuestión de vida o muerte— de que apareciera el pulmón que necesitaba. De esos días son versos en los que nos sentiremos recordados quienes más de una vez fuimos a ratificarle afecto y apoyo: “Me cuidan como a un rajá: / van viniendo los amigos / a tomar mate conmigo, / para ver cómo me va. / Posada y casa nos da / en Madrid Juanma Morales. / Recibo amor a raudales / de mis hijos y mis nietos / y no me deja estar quieto / Lole, con buenos modales. // ¡Si hasta aprendió a cocinar / la pícara sevillana! / Gobierna con buena gana / mi vida, mi ser, mi estar / (y… yo me dejo llevar / porque no puedo moverme). / Aunque no quisiera verme / en el estado en que estoy / parezco un patriarca y voy / tranquilito y sin joderme”.
Más adelante se refiere a la crisis económica que ya se agravaba en España, y añade: “Más no hay que ponerse triste, / este mal año fenece. / Aunque el próximo parece / que viene peor y existe / la sospecha de que viste / la ropa de la miseria, / no pongamos caras serias / brindemos por el mañana / porque si nos sale rana / no ganamos con histerias”. Sabe que el quirófano es inminente, y ante esa realidad bromea aludiendo al mus, juego de cartas: “Bueno, Amigos, me despido / y esperemos que el siguiente / sea un ‘parte’ diferente / y que cantemos envido, / perdiéndose en el olvido / la angustia por tanta espera / y si el médico me opera / y me arregla los pulmones / los colmará de canciones, / con amor, Quintín Cabrera”. El 1 de febrero, intervenido ya, dará desde el hospital un ejemplar “Último parte médico y/o de guerra de Quintín Cabrera (parte sin décima)”: “Por respeto a quien perdiendo la vida me ha salvado la mía, aquí acaban estas décimas”.
Quizás fue lo último que escribió o dictó. Poco después de eso, en cuanto estuvo en condiciones de recibir visitas, fui a verlo al hospital. Estaba firme, como siempre, pero por primera vez lo vi un poco desesperado. Creo que intuía, o sabía, que la operación no había tenido el éxito que él necesitaba y todos queríamos que tuviera. Pero esta nota no se escribe para tristezas, sino para recordar a un amigo alegre y bueno siempre. Añado apenas un detalle —anunciado en el título— que tiene que ver con una fotografía, la que acompaña la “Nota de vida” en esta artesa (http://luistoledosande.
Esa pieza, que conservo, tiene un gran sentido: simboliza la bandera de la Segunda República Española. No hay que decir más. Tiene también una pequeña historia: me la regaló el republicano Quintín Cabrera, y la utilicé en un momento que tuvo o tiene para mí una significación particular. La primera vez que viajé a España, hace casi veinticinco años, mis hijas eran pequeñísimas, y, aunque por distintos motivos —incluidos los familiares— habían oído hablar de aquel país, se quedaron boquiabiertas cuando en vísperas de mi viaje supieron que allí había un rey y una reina, algo que a ellas les parecía cosa de cuentos de hadas. Maravilladas con la noticia de que aún pudieran ser parte de la realidad, me dijeron que, como único regalo, querían una foto del rey y la reina de España.
Tomé el pedido con la jocosidad natural en esos casos, sin imaginarme que alguna vez, años más tarde, tendría ocasión de ver de cerca, e incluso tomarles fotos yo mismo, a aquellos monarcas. Menos aún sospechaba que alguna vez pudiera tener una foto mía con uno de ellos, aunque no se me ocurre exhibirla —hay quienes lo hacen: con su derecho, dirán— ni en una pared de mi casa ni en la oficina, ni en la pantalla de mi computadora… en ninguna parte. Para el encuentro con el rey, en circunstancias que no viene al caso relatar, me puse por dentro de la indumentaria protocolar el pin republicano que me había regalado Quintín, y, por supuesto, desde el primer momento decidí que no le haría reverencia alguna al monarca. Respeto el derecho de cada quien a hacérsela, pero tenía y tengo mis razones para no bajar ante él la cabeza, y menos aún pegarme la barbilla al ombligo. De hacerlo, por lo menos me habría sentido obligado, para empezar, a destruir una a una las páginas que he escrito acerca de José Martí.
Otras cosas podría decir ahora de la foto —autorretrato hecho con un fin alegre y entrañable: podría merecer otro comentario— en que aparece el pin mencionado. Pero me limito a contar esa anécdota, que concierne a un símbolo de la Segunda República Española. A ella, mostrando a menudo los colores de la bandera en los escenarios donde actuaba, rindió tributo Quintín en distintos momentos. Tengámoslo presente en esta nota, escrita como recordación de un buen hermano en el segundo aniversario de su muerte.
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