
Todo empezó a fraguarse gracias a un gol a los dos minutos de Müller, el delantero al que hace unos meses Maradona confundió con un recogepelotas tras un amistoso ante los germanos. Lo peor para su equipo, esa amarilla que ha visto el goleador del Bayern, que le privará de jugar las semifinales. El tanto tranquilizó a los europeos y les permitió jugar como más desean, a la contra. Argentina, quien carece de un proyecto porque no tiene a un entrenador en el banquillo, solo mostraba peligro tras conducciones eternas de Messi o alguna que otra genialidad de Higuaín. Daba grima ver a la estrella del Barcelona ir a recibir el balón en su propio campo, con Di María, Maxi Rodríguez y Mascherano como espectadores.
El plan era que la cogiera Messi, se fuera de todos los rivales y metiera el gol. Un absurdo, algo que solo hizo Maradona en el Mundial 86. Frente a esa pobreza, un equipo bien armado, rápido, solvente a la contra y solidario. Todo finalizó con el segundo gol, obra de Klose después de un jugadón de Podolski, el hombre que siempre juega bien con su selección. Qué mérito el de estos futbolistas, agigantados con esa camiseta que siempre luce en las últimas rondas de las Copas del Mundo.
Llegó el tercero, y más adelante el cuarto, mientras Argentina se derrumbaba a medida que Alemania se paseaba con imperial superioridad, sin despeinarse, sin apuros, sin que Messi marcara en el torneo, con la convicción del que se sabe superior. Así se ha forjado esta máquina alemana que ha alcanzado con gloria, y también con justicia, las semifinales del Mundial. Con ella, esa vieja Europa que se llevó por delante a esa Argentina sin plan, sin entrenador, con Messi de chico para todo y cara angustiado.
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