Cada 11 de septiembre,
Cataluña celebra una derrota: la caída de Barcelona en 1714 tras casi
14 meses de asedio ante las tropas franco-españolas de Felipe V, en un
sitio iniciado el 25 de julio del año anterior. Lo que en algunos
ámbitos desea reducirse a un enfrentamiento de los catalanes contra la
monarquía borbónica española fue en realidad el epílogo de la que quizá
fue la primera guerra mundial, la Guerra de Sucesión en España, que se
extendió hasta América y que acabó dejando en Europa 1.251.000 muertos,
de los cuales medio millón sólo franceses.
El episodio fue siempre una partida de ajedrez en el tablero
internacional básicamente jugada a mayor gloria de Inglaterra. La
primera ficha se movió justo el 1 de noviembre de 1700, con la muerte de
Carlos II, rey de las Españas, miembro de la Casa de Austria y que,
enfermo de años y sin descendencia, acabó nombrando sucesor --presionado
por parte de su corte y sobre todo por el embajador francés— a Felipe
de Anjou, nieto del monarca Luis XIV.
Inglaterra y las Provincias Unidas (Países Bajos) temieron lo peor:
estaban ansiosas de intervenir en el comercio de América y de la
península y la llegada de Felipe V al poder en febrero de 1701 demostró
inmediatamente que iba a dar ventajas comerciales a Francia. La
preponderancia borbónica era un peligro. Sólo siete meses después nacía
la Gran Alianza (Provincias Unidas, Inglaterra, Imperio austriaco y la
mayoría de estados alemanes). En mayo de 1702 declaraban la guerra a
Francia y España para colocar al Archiduque Carlos de Austria en el
trono hispánico.
En el panorama doméstico, la llegada de la Casa de los Borbones
generaría un terremoto jurídicopolítico. La de los Austrias, en España,
era una monarquía compuesta, con las coronas de Castilla y
Aragón, cada una con un ordenamiento jurídico propio. En la de Aragón,
de la que formaba parte Cataluña y que historiadores como Borja de
Riquer calificaba hace pocos días de lo más parecido a un actual “estado
confederado”, el margen de maniobra del rey era más limitado, más
sujeto por unas Constituciones que el propio Felipe V juró en 1701-1702
tras celebrar en Barcelona unas cortes.
Esa limitación del poder del monarca era el precio momentáneo a pagar
por el apoyo catalán a su causa, pero sin duda chocaba con el régimen
absolutista borbónico, portador, según una corriente de historiadores,
de lo que sería un modelo centralista de estado moderno que no hacía más
que derogar y sustituir antiguos fueros medievales. Para otros
estudiosos, el modelo de la corona catalano-aragonesa conllevaba el
germen de una estructura de estado más moderna y, sobre todo, más
permeable a la pujante y nueva burguesía mercantil.
El incendio prendió en 1705. En Cataluña, a un sentimiento popular
antifrancés muy potente (fruto de sus invasiones bélicas asiduas desde
1689) se unía la política despótica de Felipe V a través de su virrey
Velasco, que transgredía de forma constante las Constituciones (con
medidas de fiscalidad y movilizaciones militares) y la voluntad de
defensa del marco jurídico propio, que ofrecía mayor participación a los
grupos sociales pudientes. A todo ello no era ajeno la concienciación
de esa nobleza catalana aburguesada por lo mercantil de que los acuerdos
políticos y diplomáticos entre España y Francia les perjudicaría
económicamente (quedaba prohibido, claro, comerciar con Inglaterra y
Holanda, los grandes clientes del aguardiente y el textil catalán). El
resultado fue que buena parte de la sociedad catalana abrazara la causa
austriacista.
Historiadores como Henry Kamen creen que más que un rechazo expreso
al régimen borbónico, el conflicto tenía más de pequeña guerra civil
entre catalanes. En cualquier caso, la confluencia de los intereses
catalanes con los de Inglaterra, Holanda y Génova dio, el 20 de junio de
1705, su fruto en el llamado Pacto de Génova, por el que, en principio,
Inglaterra se comprometía al desembarco de 8.000 hombres, 2.000
caballos y 12.000 fusiles, amén de respetar las Constituciones
autóctonas. Los catalanes, por su parte, reconocían al archiduque Carlos
como rey y movilizaban a 6.000 hombres. El levantamiento triunfó y el
virrey Velasco capitulaba el 5 de octubre.
Desde ahí, una guerra con altibajos (que llevó incluso
momentáneamente a una decepcionante, por fría y mal llevada, entrada de
Carlos III en Madrid y a que Luis XIV se pensara muy mucho en abandonar
la causa de su nieto) hasta que tal y como estaban las piezas del
tablero, Inglaterra decidió dejar de jugar. La caída, en octubre de
1710, de su gobierno liberal (más vinculada a los intereses financieros
del conflicto) llevó a los conservadores (más contribuyentes a la causa
por latifundistas y rentistas) a pactar con una exhausta Francia la paz a
cambio de pingües beneficios comerciales y territoriales (que
indirectamente conllevarían para España la pérdida de Gibraltar y, a la
larga, su influencia en América). Por otro lado, la muerte de su hermano
José I llevó a Carlos III al trono de Austria y a olvidarse de
Cataluña. Ese azaroso episodio luctuoso daba además alas a una tesis
inglesa antitética a la de hasta entonces: ahora había que evitar un
gran bloque austriaco en Europa, ergo había que pactar
(secretamente) con Francia. A los cinco días exactos de la muerte de
José I, ya se habían puesto de acuerdo, si bien tardaron seis meses en
decírselo a sus aliados holandeses, por ejemplo.
Todo quedaría plasmado, básicamente, en el Tratado de Utrech de abril
de 1713. Y el ya llamado entonces “caso de los catalanes”, matado en su
artículo 13, donde Felipe V se comprometía a dar a Cataluña el mismo
trato que a Castilla: o sea, dejarla sin sus propias constituciones y
derechos.
El resto es popularmente sabido: Barcelona, Cardona y Mallorca fueron
los últimos reductos austracistas. El 25 de julio de 1713, empezó el
sitio de Barcelona. La voluntad popular de resistir hizo que buena parte
de la nobleza, familias pudientes y el clero se pasaran a zona
borbónica (a ciudades como Mataró y Martorell), lo que radicalizó aún
más la resistencia popular, cuyo sentimiento se hizo más anticastellano
(por su apoyo a Felipe V); y también quizá más republicano y
secesionista, aspecto éste que afloró más hacia el final del conflicto
por la sensación de abandono de los aliados.
Todo adquirió un cariz heroico: tras casi 14 meses de asedio y algún
episodio tragicómico --como el nombramiento de la Virgen de la Mercè
como generala de la ciudad tras la dimisión momentánea del cargo de
Antoni de Villarroel--, el famoso 11 de septiembre de 1714 se acabó
luchando por las calles cuerpo a cuerpo y llegando los defensores a
reconquistar por ejemplo el baluarte de San Pedro en 11 ocasiones. El
saldo: 7.000 muertos entre los barceloneses y 10.000 entre los
asaltantes, más de 40.000 bombas caídas y un tercio de los edificios de
la ciudad, destruidos.
La iconografía romántica, a partir de 1860, dejó lienzos como el del conseller en cap
Rafael Casanova, herido portando la bandera de Santa Eulalia, patrona
de la ciudad. Y la fecha como referente y símbolo nacionalista. De ello
hace 300 años. Desde
hoy y hasta el 14 de septiembre de 2014, Barcelona y toda Cataluña está
movilizada en la celebración del Tricentenario de 1714. A lo largo
de todo un año se han programado congresos, jornadas, seminarios,
simposios, conferencias, exposiciones, representaciones teatrales,
homenajes, inauguraciones, espectáculos, publicaciones e incluso
material didáctico para las escuelas que girarán en torno al 1714 y la
evolución de Cataluña en los siguientes 300 años, informa José Ángel Montañés.
Para la celebración se han implicado museos, centros culturales,
distritos de la ciudad y entidades sociales de Barcelona y otras
ciudades catalanas. En total se han previsto gastar 3,4 millones de
euros, la mayoría el ayuntamiento de la ciudad (2,5).
Serán actos académicos como el congreso sobre los Tratados de
Utrecht, que pusieron fin a la Guerra de Sucesión o el encuentro de
novela histórica y eminentemente populares como la fiesta que se
celebrará en el parque de la Ciudadela en la que se recreará el momento
en el que se destruyó la fortaleza militar de Felipe V que vigiló la
ciudad durante siglos, o las rutas por los escenarios de la guerra por
toda Cataluña. Las actividades programadas también se celebrarán fuera
del territorio catalán, como las "semanas catalanas" en ciudades como
Viena, Londres, Nova York, Washington, Berlín y Bruselas.
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