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lunes, 27 de diciembre de 2010

Papá Noel, una figura de la globalización mercantil



Cuando San Nicolás nació, vivió y murió en el siglo IV DC en Myre —una región ubicada en la Turquía actual—, no pensaba que su historia iba a convertirle en la estrella de la globalización y del consumismo, reflejando a escala mundial las migraciones humanas y la mercantilización de los símbolos populares.

Vinculado desde el principio al mundo empresarial, el cuerpo del difunto obispo de Asia menor llegó a Europa occidental en el siglo XI mediante unos comerciantes italianos interesados en un negocio bastante frecuente en aquella época: el las de reliquias. Su culto empezó a expandirse sobre todo en los países germánicos donde llegó incluso a sustituir, en algunas partes, al dios Odín que ya se desplazaba en los aires con su caballo. En esta época bendita, San Nicolás tenía principalmente la forma de un obispo que distribuía regalos a los niños buenos el 6 de diciembre y que, según las tradiciones, regañaba, se llevaba en su saco o se comía a las y los niños malos.

Víctima de la reforma protestante del siglo XVI, el culto de San Nicolás quedó reducido, principalmente, a los Países Bajos donde lo llamaban Sintaklaas. De allí, como muchos holandeses en busca de un futuro mejor, emigró a Nueva-Amsterdam que, después de su conquista por los ingleses, no tardó en llamarse Nueva-York. En 1822, ya consumada la independencia de Estados-Unidos, el reverendo americano Moore escribió un poema para sus hijos en el cual hablaba de un duende llamado “Sant Nick”. Procedía de Europa del Norte, era de gran generosidad —al igual que San Nicolás—, tenía una larga barba blanca —por su sabiduría y experiencia—, vestía una prenda roja —color episcopal— y se desplazaba de techo en techo durante la Nochebuena. En 1863, inspirado en el poema de Moore, Thomas Nast dibujó el “Santa Claus” —nombre americanizado de Sintklaas— para la revista “Harper’s illustrated weekly”. Santa Claus aún tenía un tamaño muy pequeño que le permitía pasar por las chimeneas.

De vuelta al viejo continente, el duende-obispo viajador pactó con las grandes tiendas inglesas del siglo XIX que, más interesadas en vender una mayor cantidad de juguetes que en difundir la poesía de Moore y los dibujos de Nast, jugaron un papel fundamental en su mercantilización. Sin embargo, este auge del capitalismo navideño culminó en 1931 con una famosa campaña de publicidad de Coca-Cola que duró hasta 1964 y fijó el aspecto que conocemos hoy de Santa Claus/Papá Noel. La compañía de refrescos, mediante el dibujador Haddon Sunblom, dio al héroe de los tiempos modernos su cara mofletuda y sonriente y una talla humana —¡no me preguntéis cómo pasa por las chimeneas ahora!—.

Molestado por tanta herejía, el obispo francés de Dijon quemó una efigie de Papá Noël frente a su catedral, lo cual intrigó al antropólogo Claude Lévi Strauss quién confirmó en “El suplicio de Papá Noel” que “Navidad es esencialmente una fiesta moderna”: transforma una herencia pagana del culto al sol en una adoración a una neo-divinidad, Santa Claus.

Asimismo esta neo-divinidad es ante todo un gran éxito comercial del “dios-arrollismo” que, tras recorrer el mundo, se ha instalado como una figura de la globalización y de la hegemonía consumista. Por ejemplo en 2009, a pesar de la crisis, el gasto navideño entre regalos, alimentos y viajes fue de 700 euros por hogar europeo. En este contexto, las navidades son básicamente la ocasión de desatar una furia despilfarradora apoyada en campañas de publicidad agresivas, el monocultivo de los árboles de navidad y la reproducción de estereotipos sexistas entre niños y niñas.

Sin embargo, más que nunca en estas fiestas de fin de año, tendríamos que recordar tanto que “debemos vivir con sencillez, para que los otros puedan sencillamente vivir” (Ghandi) y que el “verdadero producto del proceso económico (…) es el placer de la vida” (Georgescu-Roegen).

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