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lunes, 1 de marzo de 2010

Esplendor del Taranco en su centenario

El período comprendido entre 1870 y 1914, fin de la guerra francoprusiana y el estallido de la Primera Guerra Mundial, fue el de mayor tranquilidad de la historia europea. Cuatro décadas de relativa paz internacional en las que se produjeron cambios asombrosos y extraordinarias transformaciones en los modos de existir en el mundo de las comunicaciones, en los sistemas de transporte, en la ciencia y la cultura. El progreso y el avance material acentuaron el contraste en las surgentes grandes ciudades entre la dorada existencia de la burguesía y la sordidez del proletariado. La burguesía progresista mantuvo la conducción férrea del imperialismo colonial y alerta ante la aparición de las luchas sociales y las nuevas ideas (comunismo, socialismo, anarquismo). El ferrocarril, el automóvil, el avión, la electricidad, la telegrafía, el teléfono, la fotografía, el cine, los descubrimientos científicos en medicina y biología y la educación más expandida modificaron sustancialmente los modos de vida, y el progreso material generó la necesidad de la diversión no sólo de las clases pudientes sino de las grandes masas. La sociedad del espectáculo había nacido. Los intelectuales y artistas vivían una época de gran excitación creadora.

Se ha dicho que quien no vivió esos años no conoció la dicha de vivir. Las artes visuales, desde el impresionismo (1874) al fauvismo (1905) recogieron el optimismo de la época, con una pintura solar, abierta a la naturaleza y al aire libre. Pero fundamentalmente, el Art Nouveau o Modernismo (en otros países cambió el nombre, Jugendstil, Liberty, Tiffany) el primer movimiento internacional adoptado cómodamente en Europa, Estados Unidos y América del Sur popularizó el gusto de los estratos altos y medios de la sociedad, con su medido erotismo y sus curvas interminables como latigazos en la arquitectura, el mueble, la pintura, la escultura, la decoración, la orfebrería, el afiche, la moda. José Batlle y Ordóñez fue el intérprete de esos cambios que se estaban produciendo en la sociedad local y estableció las bases de un país moderno, con eficaces proyectos audaces de legislación entre 1903 y 1915, que todavía hoy son referentes obligatorio de cualquier político progresista.

El Palacio Taranco se ubica en el centro mismo de esos cambios estructurales. Su estilo ecléctico está lejos de otros muchos ejemplares típicos del modernismo montevideano que se empecinan en subsistir, aunque muchos desaparecieron. No obstante, en el Taranco quedan huellas modernistas en los vitrales, en la soberbia escalera de mármol, porque sus arquitectos Girault y Chifflot (el primero realizó el Petit Palais de París, obra maestra del Art Nouveau, entre otras) no podían obviar esas directivas del tiempo. Más accesible que las vanguardias históricas (fauvismo, futurismo, cubismo), el modernismo globalizó su estilo.

El eclecticismo, sin embargo, predominó en el Palacio Taranco, más acorde con el talante conservador de los usuarios. La decoración y los muebles obedecen a los estilos clásicos franceses Luis XV y Luis XVI, evidentes en la sala de música con su piano con tapa decorada, mientras el salón comedor deslumbra con los siete tapices de Aubusson tejidos especialmente para el lugar, enmarcados en un dorado predominante y distribuidos en los sofisticados y refinadísimos aparatos de iluminación y la compleja herrería de puertas y ventanas, el rico tapizado de paredes y cortinas. Los pisos de roble con trabado Versailles y las bocas de estufa y columnas son de mármoles de Génova, no pasan inadvertidos para el ojo del visitante atento. Recorrer las diferentes plantas y el subsuelo, donde está el museo de exposiciones temporarias, descubrir la alta calidad de algunos cuadros (Retrato de un sabio, Van der Helst, Paisaje de invierno, David Teniers, San Roque, José Ribera, Noche de Reyes, Eugenio Lucas, Al agua, Joaquín Sorolla, Pastor místico, Ignacio Zuloaga, Zoco argelino, pequeña joyita de José Benlliure, entre otras interesantes piezas), criteriosamente restaurados por Ruben Barra, Claudia Barra y Matilde Endhardt, es descubrir, no sin cierto asombro, el clima inefable de un pasado definitivamente clausurado que gratifica de un largo, disfrutado placer.

Al acto inaugural, increíblemente poco concurrido, la ausencia de generaciones jóvenes, quizá porque la sensibilidad actual les impide apreciar los delicados gustos de ayer que se proyectaron en los pintores uruguayos, Figari, Sáez, Carlos María Herrera, Cuneo y de Arzadun fundamentalmente. Sería imperdonable no visitar este modelo de fuerte unidad formal, hermosísimo testimonio de una época de esplendor cultural y económico, la del novecientos, que sobrevive intacto en una atmósfera contagiante de la transitoria alegría de vivir de una sociedad. Un trabajo notable, habilidosamente orquestado por Susana Cavellini, coordinadora inteligente y anfitriona ejemplar del Palacio Taranco, con ese perfil bajo de los auténticos investigadores.

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