En las horas más críticas de su presidencia, cuando ha decidido lanzar un ataque
en la región más explosiva del mundo, Barack Obama se juega su lugar en
la historia como el incompetente que condujo a su país a otra guerra
innecesaria o como el líder firme que se plantó ante la actuación
salvaje de un tirano.
Tendrá primero que convencer a un Congreso hostil y una opinión
pública escéptica. Pero, frente a aquellos que este sábado se
manifestaban en las puertas de la Casa Blanca con pancartas para que EE
UU no ponga sus manos en Siria, el presidente que ganó las elecciones
con la promesa de paz tiene ahora que defender la necesidad de la guerra.
Obama
se ha visto ante la responsabilidad de acatar el veredicto de silencio
de la ONU y quedarse quieto o actuar fuera de la única legalidad
internacional que se conoce. El dilema es desgarrador. Como decía el
viernes el secretario de Estado, John Kerry, al presentar las pruebas
que, según él, vinculan al régimen de Bachar el Asad con el ataque
químico, “todo el mundo advierte de los peligros de una intervención,
pero ¿alguien ha pensado en el peligro de no hacer nada?”.
Un ataque a Siria, pese a que Obama ha prometido que será de carácter
“limitado”, es decir, corto y sobre objetivos muy concretos, engendra
un alto riesgo de propagación del conflicto en la zona y en la propia
Siria, con la posibilidad de que EE UU se vea obligado a otros y más
prolongados ataques en una espiral infernal.
Pero no hacer nada supone, desde la perspectiva de Washington, no sólo sancionar el uso de armas químicas en Siria,
sino enviar a Irán, Corea del Norte o cualquier otro país que quiera
escucharlo el mensaje de que no existen límites en el grado de crueldad
que el mundo está dispuesto a soportar de forma impasible. Es cierto que
ya han muerto más de 100.000 personas desde que la guerra civil en
Siria estalló hace más de dos años, y que un millar más de cadáveres,
por mucho que las armas con las que murieron fueran químicas, no parece
cambiar mucho el balance de la tragedia. Pero Obama lo ha planteado como
una cuestión de límites. EE UU no puede intervenir en todos los
conflictos ni impedir todas las catástrofes humanas, pero el uso de
armas de destrucción masiva constituye una línea roja que el propio
Obama marcó en su día y que El Asad han traspasado groseramente ahora,
según los datos que exhibe la Administración.
Este momento es particularmente angustioso para Obama, que construyó
su leyenda sobre las cenizas de un predecesor arrogante y belicista.
También es especialmente desconcertante para el resto del mundo ver al
frente de esta nueva aventura militar al hombre en quien se creyó para
construir la paz.
El propio Obama admitió el viernes que “mucha gente, entre la que me
encuentro, está harta de guerra”, teniendo en cuenta las experiencias de
Afganistán y de Irak.
Pero añadió que también “hay mucha gente que dice que hay que hacer
algo y luego nadie hace nada”. “Es importante tener en cuenta que,
cuando más de 1.000 personas son asesinadas, incluyendo centenares de
niños inocentes, por el uso de armas químicas, de las que el 98% o el
99% de la humanidad cree que no deberían utilizarse, si no hay una
respuesta estamos enviando una señal que pone en peligro nuestra
seguridad nacional”.
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