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jueves, 6 de febrero de 2014

Derecha a la derecha de la derecha

Es la primera ruptura que se produce tras un largo proceso de concentración de sectores conservadores, liberales y centristas en una misma fuerza política. El lanzamiento del partido Vox por disidentes del PP y el alejamiento entre Jaime Mayor Oreja y Mariano Rajoy sacuden la frontera derecha del partido gobernante en coincidencia con el auge espectacular en Europa de movimientos populistas y de extrema derecha. Las razones que mueven a unos y otros son distintas, pero el elemento común es el conflicto con los partidos conservadores o democristianos clásicos.
Por eso importa hacerse una idea de cual es el potencial de la nueva derecha: es decir, cuántas personas podrían estar interesadas en una oferta autónoma a la derecha del PP. Los antecedentes son lejanos, pero si el partido de Blas Piñar (recientemente fallecido) alcanzó casi 400.000 votos en las elecciones de 1979 —su único momento de esplendor—, esa fuerza no puede haberse volatilizado totalmente, ni siquiera por razones biológicas. De los estudios recientes del CIS y de Metroscopia sobre el posicionamiento ideológico de los españoles, José Pablo Ferrándiz, vicepresidente de Metroscopia, deduce un número entre medio millón y 700.000, situado actualmente en ese extremo del abanico político.
El voto populista se alimenta del sentimiento de contestación a las élites y se presenta como una reacción de “los de abajo” contra el sistema político de los “instalados”. Tanto puede ocurrir que se abstenga como que vote a opciones preexistentes, ya sean grupos identificados con la mitología y símbolos del falangismo o movimientos antiinmigración, al estilo de la Plataforma per Catalunya (que ya consiguió 67 concejales en 2011); o a los escindidos del PP. El peligro populista es la facilidad con que puede aprovechar una crisis en los partidos centrales del sistema para convertirse en verdadera fuerza política, siempre que cuente con financiación y un intenso apoyo mediático, como demostró Silvio Berlusconi en Italia.
Por el momento, el peso de todo ese magma en España es limitado. Para que se produjera una alteración sustancial tendría que surgir un potente liderato. “La pregunta clave aquí es si Aznar, a quien corresponde el logro de haber unificado la derecha en España, con el éxito conocido, se va a convertir ahora en su dinamitador”, reflexiona el sociólogo Fernando Vallespín, exresponsable del CIS. “Creo que no”, se responde a sí mismo. “Primero, porque no hay espacio para una derecha a la derecha del PP mientras este siga conservando la marca y mantenga un discurso ideológico que ya está, de hecho, demasiado inclinado en esa dirección”.
“Lo que está ocurriendo parece más bien un intento por desplazar a Rajoy del poder, más que por crear una nueva formación”, añade Vallespín. “En el fondo pienso que late una insatisfacción profunda de un sector del PP con los casos de Cataluña y el fin del terrorismo, y una presión insoportable del lado de un sector de los medios de comunicación que eran su apoyo público tradicional”. Tampoco cree que el auge de los extremismos europeos favorezca las disidencias en el PP: “Es una respuesta a puras cuestiones internas, en las que la cuestión europea o la xenofobia no cuentan”.
Fuente: Metroscopia.
Lo cierto es que los asuntos que movilizan al radicalismo español de derechas están desconectados de los extremismos antieuropeístas y contra los extranjeros en Francia, Holanda, Finlandia o Reino Unido. El independentismo catalán, la gestión del final de ETA o el juego político de la izquierda abertzale son algunos de los caballos de batalla de los disidentes del PP y remiten a cuestiones políticas siempre ulceradas en la política española. Otra vez aparece el tema de la unidad nacional frente a los soberanismos catalán y vasco, incluida la recentralización del Estado, como propone Vox, que propugna un solo Gobierno y un solo Parlamento nacionales, limitándose a aceptar una “descentralización administrativa”.
Pero ese impulso, sobre fondo de crisis económica y de nacionalismo español, tampoco representa vuelta alguna al fascismo, ni continuidad con el ultraderechismo neofranquista de la Transición, que jugó las cartas de la coacción callejera y del apoyo militar a un golpe de fuerza contra la democracia —aunque no le hiciera ascos a presentarse también a elecciones.
El historiador Santos Juliá afirma que ni él ni quienes han trabajado a fondo sobre la extrema derecha en España (José Luis Rodríguez Jiménez, Ferran Gallego, Xavier Casals) han visto una continuidad entre aquella y la que pueda existir en la actualidad. “La extrema derecha del final del franquismo y el principio de la Transición”, explica Santos Juliá, “disfrutaba aún de fuertes apoyos institucionales —en los sindicatos verticales, en las Fuerzas Armadas— que perdieron por completo tras la fracasada intentona golpista del 23-F, su canto del cisne. El lugar que dejaron vacío no fue ocupado por nada similar al MSI italiano, el partido de Le Pen en Francia o movimientos parecidos de Austria o Bélgica, que eran nuevos, no vinculados orgánicamente al fascismo”.
El par
“No sé lo que saldrá de las disidencias del PP”, agrega Santos Juliá. “Pero, en todo caso, nada que pueda decirse continuación de la extrema derecha de la Transición, que acabó en la fragmentación y la irrelevancia”.
La situación ha evolucionado en España de modo muy distinto al resto de Europa, precisamente porque un partido de poder ha logrado ocupar todo el espacio político y electoral de derechas. El proceso de construcción de esa fuerza se inició a partir del momento en que la Unión de Centro Democrático (UCD), instrumento creado por Adolfo Suárez y gran protagonista de la Transición, tuvo que disolverse tras sufrir una catástrofe electoral en 1982, cuando su fundador ya se había marchado del partido. Del 34,4% de los votos obtenidos en 1977, UCD cayó al 6,7% en solo cinco años, tras la división de sus dirigentes. Los electores se fugaron masivamente, bien hacia el PSOE de Felipe González, bien hacia la Alianza Popular de Manuel Fraga. Un resto de centristas permaneció fiel a Suárez bajo otras siglas, durante algunos años; pero a finales de los noventa, José María Aznar culminó la operación de absorber todo el voto de centro y otros restos en el PP. El proceso continuó en 2011, ya con Mariano Rajoy al frente, cuando ese partido atrajo a antiguos electores del PSOE.
Lo llamativo de las últimas disidencias del Partido Popular es la ruptura de ese proceso de concentración. Hay quien cree que no llegará lejos, porque el sistema electoral, fuertemente bipartidista, frena a los nuevos partidos. Personas relevantes del PP se dicen convencidas de que sus votantes dubitativos o críticos volverán a respaldar las candidaturas del partido frente al “caos” que, a su juicio, representaría una conjunción futura de fuerzas de izquierda y nacionalistas.
Pero no conviene dejarse engañar: cuando los proyectos políticos son persistentes, terminan superando las barreras levantadas por las reglas electorales. Para darse cuenta de ello es interesante el caso de Francia, un país cuyo sistema de escrutinio (mayoritario a dos vueltas) ha enmascarado durante decenios la verdadera potencia del Frente Nacional. Ha necesitado 38 años para pasar de un escaso 1% de votos en las presidenciales de 1974 (ganadas por Giscard) al 18% en las presidenciales de 2012 (ganadas por Hollande). Ahora acaricia la posibilidad de encaramarse al primer puesto en las europeas.
Vallespín no cree que Aznar dinamite la unidad de los conservadores
El Frente Nacional francés, conforme se han ido sucediendo los procesos electorales, “ha conseguido ampliar su electorado desde la burguesía hacia las clases trabajadoras; incluso ha terminado arrebatando al Partido Comunista el papel de refugio de los desesperados”, según Antonio Fernández García y José Luis Rodríguez Jiménez, especialistas académicos en la extrema derecha. La familia Le Pen ha construido su peana electoral en las zonas urbanas en crisis económica, donde hay mayores concentraciones de población inmigrante y que sufren más delincuencia. A esto ha añadido recientemente la agitación nacionalista contra la Unión Europea y contra la moneda común.
Condicionar la línea ideológica del PP o acusar de “tibio” al presidente del Gobierno por permitir las excarcelaciones de etarras decididas por la justicia son catalizadores de actitudes emocionales y de reflejos crispados en la política española. Los que se van del PP puede que sean políticos amortizados, pero la cuestión de interés, cara al futuro, es la potencialidad del populismo para abrirse paso cuando se trata de recoger y agrandar el desencanto hacia las corrientes centrales de la política. Esto sí que es un fenómeno visible en muchas partes de Europa. Y no hay razón para pensar que España va a quedar al margen.

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