Página 12
El pontificado de Benedicto XVI en la Iglesia Católica Romana llegó a
su fin anoche, cuando se concretó la renuncia del pontífice. La Iglesia
está sin pontífice y a esta situación se arribó de manera inesperada,
no prevista: el Papa no murió, sino que renunció. Y si bien Ratzinger
prometió ayer mismo ante los cardenales presentes en Roma “respeto
incondicional y obediencia al nuevo Papa”, también es cierto que en su
última audiencia pública, el miércoles pasado, había advertido que “mi
decisión de renunciar al ministerio petrino no revoca la decisión que
tomé el 19 de abril de 2005 (cuando fue electo papa)”. En esa misma
ocasión sostuvo que “no regreso a la vida privada (...) no abandono la
cruz, sigo de una nueva manera con el Señor Crucificado. Sigo a su
servicio en el recinto de San Pedro”.
Sólo Ratzinger podría explicar a cabalidad el sentido de sus
palabras. En consecuencia, habrá que esperar que los hechos hablen por
sí mismos para poder analizar esta inédita situación que habrá de vivir
en pocos días la Iglesia Católica: un papa emérito que ha renunciado y
otro que estará en ejercicio.
Existen muchas especulaciones acerca del sentido y las motivaciones
de Benedicto XVI al presentar su renuncia. El mismo ha dicho que es
“consciente de la gravedad y la novedad” del hecho de su dimisión,
señalando que “amar a la Iglesia significa también tomar decisiones
difíciles”.
A su favor, Ratzinger tiene la opinión de quienes señalan que la
determinación implica un paso “revolucionario” no sólo para la Iglesia,
sino para todos aquellos que ejercen posiciones de poder. Benedicto XVI
renunció al poder (poco o mucho, según las evaluaciones de cada uno). Y
éste no es un hecho muy habitual en el escenario político, cultural y
religioso del mundo contemporáneo. Desde otra vereda hay quienes
señalan, desde dentro de la Iglesia y desde fuera de sus filas, que la
renuncia del Papa es una clara manifestación de impotencia frente a los
graves problemas que enfrenta la institución eclesiástica. A mitad de
camino entre una y otra posición puede decirse también que, a pesar de
que al dar gracias “a todos los que me han acompañado” el Papa dijo que
“nunca me he sentido solo”, la verdad es que Benedicto XVI inició un
camino de “limpieza” en temas tan graves como la corrupción
económico-financiera, la pedofilia y el abuso del poder en la Iglesia y
que esta tarea quedó, por lo menos, a mitad de camino porque las
divisiones, los enfrentamientos y las resistencias impidieron seguir
avanzando. Los cardenales con más poder, los involucrados, no
acompañaron la decisión de buscar transparencia, de aclarar y limpiar.
Es una tarea que Benedicto XVI no pudo o no quiso concluir y ahora
traslada la responsabilidad a los cardenales en un doble sentido: tomar
medidas, lineamientos de acción para la Iglesia y elegir a quien debe
conducir la nueva etapa como papa.
¿La renuncia ha sido una estrategia de Ratzinger para obligar a que
se adopten acciones decisivas? ¿Una forma de desarticular las
resistencias? ¿Una manera de romper las trenzas del poder vaticano? ¿Una
manifestación de impotencia? Nadie lo sabe a ciencia cierta. En los
días posteriores al anuncio de su dimisión, Ratzinger no evitó la
referencia a los problemas, a la crisis, a las dificultades. Por el
contrario. Y dijo también que la Iglesia “no es una institución
inventada por alguien, construida sobre una mesa, sino una realidad
viviente, que vive transformándose aunque su naturaleza sigue siendo
siempre la misma, ya que su naturaleza es Cristo”. Quizá le faltó decir
que es una institución integrada por hombres, con sus limitaciones, sus
ambiciones de poder y, para usar un término religioso, con sus “pecados”
a cuestas.
Benedicto XVI ya está en Castelgandolfo. Allí se retiró
voluntariamente para dejar –dijo– en libertad a los cardenales. En un
reportaje realizado por el periodista Di Stefano Baldolini y difundido
ayer por el portal estadounidense The Huffington Post, el teólogo suizo
Hans Küng –quien fuera colega de Ratzinger en el Concilio Vaticano II–
puso en duda el efectivo retiro del pontífice. “Es muy peligroso tener a
un ex papa vivo en el Vaticano mismo –afirmó–. Al principio pensé que
retirarse a un convento a rezar era una buena decisión. Pero ya veo que
ése no era el plan”, dijo. Para Küng, desde su lugar de papa emérito
Ratzinger puede ejercer una “interferencia secreta, no controlable”
porque, a pesar de que sostiene que “está afuera”, seguirá estando “en
el corazón del Vaticano”. El teólogo suizo –que tiene la misma edad del
pontífice renunciante– asegura que oficialmente no se conocerán cruces,
pero habrá “innumerables entrevistas” y una “comunicación continua entre
el palacio papal y el papa emérito”.
Según Küng, la renuncia fue preparada durante largo tiempo por
Ratzinger y “es parte de una estrategia clara”. Para fundamentar su
afirmación da cuenta de recientes designaciones en la curia romana que
estarían configurando una suerte de “nuevo nepotismo”. Entre tales
nombramientos menciona que el sacerdote Georg Gaenswein, secretario de
Ratzinger, es también la cabeza de la Casa Pontificia, que maneja las
audiencias y el ceremonial. Y que nombró el año pasado como prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) a Gerhard
Ludwig Müller, antiguo obispo de Ratisbona (Alemania), hombre sumamente
conservador, amigo y discípulo de Ratzinger y muy resistido por sus
colegas del episcopado alemán.
¿Puede el cónclave modificar esta situación? Está en condiciones de
hacerlo, tiene la potestad para ello. No existen muchos indicios que así
lo indiquen. Un análisis del perfil de los cardenales que participarán
del consistorio no permite, por lo menos a primera vista, adelantar
grandes cambios de rumbo. Salvo, claro está, que por ejemplo el informe
reservado sobre el estado de la Iglesia, sus problemas, las corrupciones
y los manejos del poder que el propio Ratzinger pidió a los cardenales
Julián Herranz (español, 82 años), Salvatore De Giorgi (italiano, 82) y
Jozef Tomko (eslovaco, 88) y que será puesto a disposición del cónclave
contenga elementos decisivos que obliguen a tomar decisiones drásticas.
Muchas de estas preguntas quedarán develadas en las próximas semanas.
Otras seguirán enterradas en el hermetismo del poder eclesiástico.
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