Página/12
El rol del ahora cardenal Bergoglio en la desaparición de sacerdotes y el apoyo a la represión dictatorial es confirmado por cinco nuevos testimonios. Hablan un sacerdote y un ex sacerdote, una teóloga, un seglar de una fraternidad laica que denunció en el Vaticano lo que ocurría en la Argentina en 1976 y un laico que fue secuestrado junto con dos sacerdotes que no reaparecieron. La iracunda reacción de Bergoglio, quien atribuye al gobierno el escrutinio de sus actos.
Cinco
nuevos testimonios, ofrecidos en forma espontánea a raíz de la nota “Su
pasado lo condena”, confirman el rol del ahora cardenal Jorge Bergoglio
en la represión del gobierno militar sobre las filas de la Iglesia
Católica que hoy preside, incluyendo la desaparición de sacerdotes.
Quienes hablan son una teóloga que durante décadas enseñó catequesis en
colegios del obispado de Morón, el ex superior de una Fraternidad
sacerdotal que fue diezmada por las desapariciones forzadas, un seglar
de la misma Fraternidad que denunció los casos al Vaticano, un sacerdote
y un laico que fueron secuestrados y torturados.
Teóloga con minifalda
Dos meses después del golpe militar de 1976 el obispo de Morón, Miguel
Raspanti, intentó proteger a los sacerdotes Orlando Yorio y Francisco
Jalics porque temía que fueran secuestrados, pero Bergoglio se opuso.
Así lo indica la ex profesora de catequesis en colegios de la diócesis
de Morón, Marina Rubino, quien en esa época estudiaba teología en el
Colegio Máximo de San Miguel, donde vivía Bergoglio. Por esa
circunstancia conocía a ambos. Además había sido alumna de Yorio y
Jalics y sabía del riesgo que corrían. Marina decidió dar su testimonio
luego de leer la nota sobre el libro de descargo de Bergoglio.
Marina Rubino vive en Morón desde siempre. En el Colegio del Sagrado
Corazón de Castelar daba catequesis a los chicos y formaba a los padres,
que le parecía lo más importante. “Una vez por mes nos reuníamos con
ellos. Era un trabajo hermoso. Esta experiencia duró quince años”.
También dio cursos de iniciación bíblica “en todos los lugares no
turísticos de la Argentina. Teníamos una publicación, con comentarios a
los textos de los domingos, queríamos que las comunidades tuvieran
elementos para pensar”. Desde que se jubiló da clases de telar, en
centros culturales, sociedades de fomento o casas.
No quiso
ingresar al seminario de Villa Devoto porque no le interesaba la
formación tomista, sino la Biblia. En 1972 comenzó a estudiar Teología
en la Universidad del Salvador. La carrera se cursaba en el Colegio
Máximo de San Miguel. En primer año tuvo como profesor a Francisco
Jalics y en segundo a Orlando Yorio. Mientras estudiaba, coordinaba la
catequesis en el colegio Sagrado Corazón de Castelar, donde también
estaba la religiosa francesa Léonie Duquet. “Eran tiempos difíciles. Por
hacer en el colegio una opción por los pobres tomándonos en serio el
Concilio Vaticano II y la reunión del CELAM en Medellín perdimos la
mitad del alumnado. Pero mantuvimos esa opción y seguimos formando
personas más abiertas a la realidad y al compromiso con los más
necesitados sosteniendo que la fe tiene que fortalecer estas actitudes y
no las contrarias.” El obispo era Miguel Raspanti, quien entonces tenía
68 años y había sido ordenado en 1957, en los últimos años del reinado
de Pío XII. Era un hombre bien intencionado que hizo todos los esfuerzos
por adaptarse a los cambios del Concilio, en el que participó. Después
del cordobazo de 1969 repudió las estructuras injustas del capitalismo e
instó al compromiso con “la liberación de nuestros hermanos
necesitados”. Pero el problema más grave que pudo identificar en Morón
fue el aumento de los impuestos al pequeño comerciante y el propietario
de la clase media. “Muchas veces hubo que discutir y sostener estas
opciones en el obispado y monseñor Raspanti solía terminar las
entrevistas diciéndonos que si creíamos que había que hacer tal o cual
cosa, si estábamos convencidos, él nos apoyaba”, recuerda Marina. Sus
palabras son seguidas con atención por su esposo, Pepe Godino, un ex
cura de Santa María, Córdoba, que integró el Movimiento de Sacerdotes
para el Tercer Mundo.
Marina cursaba teología en San Miguel de
8.30 a 12.30. No le habían dado la beca porque era mujer, pero como era
la coordinadora de catequesis en un colegio del obispado, Raspanti
intercedió y obtuvo que una entidad alemana se hiciera cargo del costo
de sus estudios. Tampoco le quisieron dar el título cuando se recibió,
en 1977. El director del teologado, José Luis Lazzarini, le dijo que
había un problema, que no se habían dado cuenta de que era mujer. Marina
partió en busca de quien la había recibido al ingresar, el jesuita
Víctor Marangoni:
–Cuando me viste por primera vez, ¿te diste cuenta o no de que era mujer?
–Sí, claro, ¿por qué? –respondió azorado el vicerrector ante esa tromba en minifalda.
–Porque Lazzarini no me quiere dar el título.
Marangoni se encargó de reparar ese absurdo. Marina tiene su título pero nunca se realizó la entrega oficial.
La desprotección
Un mediodía, al salir de sus cursos, “lo encuentro a monseñor Raspanti
parado en el hall de entrada, solo. No sé por qué lo tenían allí
esperando. Estaba muy silencioso, le pregunté si esperaba a alguien y me
dijo que sí, que al padre provincial Bergoglio. Tenía el rostro
demudado, pálido, creí que estaba descompuesto. Lo saludé, le pregunté
si se sentía bien, y lo invité a pasar a un saloncito de los que había
junto al hall”.
–No, no me siento mal, pero estoy muy preocupado –le respondió Raspanti.
Marina dice que tiene una memoria fotográfica de aquel día. Habla con
voz calma pero se advierte el apasionamiento en sus ojos grandes y
expresivos. Pepe la mira con ternura.
“Me impresionó verlo solo a
Raspanti, que siempre iba con su secretario”, dice. Marina sabía que
sus profesores Jalics y Yorio y un tercer jesuita que trabajaba con ella
en el colegio de Castelar, Luis Dourron, habían pedido pasar a la
diócesis de Morón. Yorio, Jalics, Dourron y Enrique Rastellini, que
también era jesuita, vivían en comunidad desde 1970, primero en
Ituzaingó y luego en el Barrio Rivadavia, junto a la Gran Villa del Bajo
Flores, con conocimiento y aprobación de los sucesivos provinciales de
la Compañía de Jesús, Ricardo Dick O’Farrell y Bergoglio. “Le dije que
Orlando y Francisco habían sido profesores míos y que Luis trabajaba con
nosotros en la diócesis, que eran intachables, que no dudara en
recibirlos. Todos estábamos pendientes de que pudieran venir a Morón.
Ninguno de los que conocíamos la situación nos oponíamos. Raspanti me
dijo que de eso venía a hablar con Bergoglio. A Luis ya lo había
recibido, pero necesitaba una carta en la que Bergoglio autorizara el
pase de Yorio y Jalics.”
Marina entendió que era una simple
formalidad, pero Raspanti le aclaró que la situación era más complicada.
“Con las malas referencias que Bergoglio le había mandado él no podía
recibirlos en la diócesis. Estaba muy angustiado porque en ese momento
Orlando y Francisco no dependían de ninguna autoridad eclesiástica y, me
dijo:
–No puedo dejar a dos sacerdotes en esa situación ni
puedo recibirlos con el informe que me mandó. Vengo a pedirle que
simplemente los autorice y que retire ese informe que decía cosas muy
graves.
Cualquiera que ayudara a pensar era guerrillero, comenta
Marina. Acompañó a su obispo hasta que Bergoglio lo recibió y luego se
fue. Al salir vio que tampoco estaba en el estacionamiento el auto de
Raspanti. “Debe haber venido en colectivo, para que nadie lo siguiera.
Quería que la cosa quedara entre ellos dos. Estaba haciendo lo imposible
por darles resguardo.”
La teóloga agrega que le impresionó la
angustia de Raspanti, “que si bien no podía ser calificado de obispo
progresista, siempre nos defendió, defendió a los curas cuestionados de
la diócesis, se llevaba a dormir a la casa episcopal a los que corrían
más riesgo y nunca nos prohibió hacer o decir algo que consideráramos
fruto de nuestro compromiso cristiano. Como buen salesiano se portaba
como una gallina clueca con sus curas y sus laicos, cobijaba, cuidaba
aunque no estuviera de acuerdo. Eran puntos de vista distintos, pero él
sabía escuchar y aceptaba muchas cosas”. Uno de esos curas es Luis
Piguillem, quien había sido amenazado. Regresaba en bicicleta cuando se
topó con un cordón policial que impedía el paso. Insistió en que quería
pasar, porque su casa estaba en el barrio y un policía le dijo:
–Vas a tener que esperar porque estamos haciendo un operativo en la casa del cura.
Piguillem dio vuelta con su bicicleta y se alejó sin mirar hacia atrás.
De allí fue al obispado de Morón, donde Raspanti le dio refugio. Los
militares dijeron que se había escondido bajo las polleras del obispo.
Pero no se atrevieron a buscarlo allí.
–¿Raspanti era consciente del riesgo que corrían Yorio y Jalics?
–Sí. Dijo que tenía miedo de que desaparecieran. No pueden quedar dos
sacerdotes en el aire, sin un responsable jerárquico. Pocos días después
supimos que se los habían llevado.
De Córdoba a Cleveland
Otro testimonio recogido a raíz de la publicación del domingo es el del
sacerdote Alejandro Dausa, quien el martes 3 de agosto de 1976 fue
secuestrado en Córdoba, cuando era seminarista de la Orden de los
Misioneros de Nuestra Señora de La Salette. Luego de seis meses en los
que fue torturado por la policía cordobesa en el Departamento de
Inteligencia D2 pudo viajar a Estados Unidos, adonde ya había llegado el
responsable del seminario, el sacerdote estadounidense James Weeks, por
quien se interesó el gobierno de su país. Este año se realizará en
Córdoba el juicio por aquel episodio, cuyo principal responsable es el
general Luciano Menéndez. Ahora Dausa vive en Bolivia y cuenta que tanto
Yorio como Jalics le dijeron que Bergoglio los había entregado.
Al llegar a Estados Unidos supo por organismos de derechos humanos que
Jalics se encontraba en Cleveland, en casa de una hermana. Dausa y los
otros seminaristas, que estaban iniciando el noviciado, lo invitaron a
dirigir dos retiros espirituales. Ambos se realizaron en 1977, uno en
Altamont (estado de Nueva York) y otro en Ipswich (Massachusetts).
Recuerda Dausa: “Como es natural, conversamos sobre los secuestros
respectivos, detalles, características, antecedentes, señales previas,
personas involucradas, etc. En esas conversaciones nos indicó que los
había entregado o denunciado Bergoglio”.
En la década siguiente,
Dausa trabajaba como cura en Bolivia y participaba de los retiros
anuales de La Salette en Argentina. En uno de ellos los organizadores
invitaron a Orlando Yorio, que para esa época trabajaba en Quilmes. “El
retiro fue en Carlos Paz, Córdoba, y también en ese caso conversamos
sobre la experiencia del secuestro. Orlando indicó lo mismo que Jalics
sobre la responsabilidad de Bergoglio.”
Los asuncionistas
Yorio y Jalics fueron secuestrados el 23 de mayo de 1976 y conducidos a
la ESMA, donde los interrogó un especialista en asuntos eclesiásticos
que conocía la obra teológica de Yorio. En uno de los interrogatorios le
preguntó por los seminaristas asuncionistas Carlos Antonio Di Pietro y
Raúl Eduardo Rodríguez. Ambos eran compañeros de Marina Rubino en el
Teologado de San Miguel y desarrollaban trabajo social en el barrio
popular La Manuelita, de San Miguel, donde vivían y atendían la capilla
Jesús Obrero. De allí fueron secuestrados diez días después que los dos
jesuitas, el 4 de junio de 1976, y llevados a la misma casa operativa
que Yorio y Jalics. A media mañana Di Pietro llamó por teléfono al
superior asuncionista Roberto Favre y le preguntó por el sacerdote Jorge
Adur, que vivía con ellos en La Manuelita.
–Recibimos un telegrama para él y se lo tenemos que entregar –dijo.
De ese modo, consiguió que la Orden se pusiera en movimiento. El
superior Roberto Favre presentó un recurso de hábeas corpus, que no
obtuvo respuesta. Adur logró salir del país, con ayuda del nuncio Pio
Laghi, y se exilió en Francia. Volvió en forma clandestina en 1980,
convertido en capellán del autodenominado “Ejército Montonero” y fue
detenido-desaparecido en el trayecto a Brasil, donde procuraba
entrevistarse con el papa Juan Pablo II. El mismo camino del exilio
siguió uno de los detenidos en la razzia del barrio La Manuelita, el
entonces estudiante de medicina y hoy médico Lorenzo Riquelme. Cuando
recuperó su libertad la Fraternidad de los Hermanitos del Evangelio le
dio hospitalidad en su casa porteña de la calle Malabia. En
comunicaciones desde Francia con quien era entonces el superior de los
Hermanitos del Evangelio, Patrick Rice, Riquelme dijo que quien lo
denunció fue un jesuita del Colegio de San Miguel, quien era a la vez
capellán del Ejército. Está convencido de que ese sacerdote presenció
las torturas que le aplicaron, cree que en Campo de Mayo.
El ablande
También como consecuencia de la nota del domingo aceptó narrar su
conocimiento del caso un fundador de la Fraternidad seglar de los
Hermanitos del Evangelio Charles de Foucauld, Roberto Scordato. Entre
fines de octubre y principios de noviembre de 1976, Scordato se reunió
en Roma con el cardenal Eduardo Pironio, quien era prefecto de la
Congregación vaticana para los religiosos, y le comunicó el nombre y
apellido de un sacerdote de la comunidad jesuita de San Miguel que
participaba en las sesiones de tortura en Campo de Mayo con el rol de
“ablandar espiritualmente” a los detenidos. Scordato le pidió que lo
transmitiera al superior general Pedro Arrupe pero ignora el resultado
de su gestión, si tuvo alguno. Consultado para esta nota Rice, quien
también fue secuestrado y torturado ese año, dijo que eso no hubiera
sido posible sin la aprobación del padre provincial. Rice y Scordato
creen que ese jesuita se apellidaba González pero a 34 años de distancia
no lo recuerdan con certeza.
Iracundia
Como cada
vez que su pasado lo alcanza, Bergoglio atribuye la divulgación de sus
actos al gobierno nacional. Esta semana reaccionó con furia, durante la
homilía que pronunció en una misa para estudiantes. En lo que su vocero
describió como “un mensaje al poder político”, dijo que “no tenemos
derecho a cambiarle la identidad y la orientación a la Patria”, sino
“proyectarla hacia el futuro en una utopía que sea continuidad con lo
que nos fue dado”, que los chicos no tienen otro horizonte que comprar
un papelito de merca en la esquina de la escuela y que los dirigentes
procuran trepar, abultar la caja y promover a los amigos.
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