El senador republicano Lindsey Graham acaba de declarar que los drones estadounidenses han matado al menos a 4.700 personas en estos últimos años. En su primera legislatura, el presidente y premio Nobel de la Paz Barack Obama incrementó de manera muy notable el uso de estas aeronaves no tripuladas en Afganistán y Pakistán, además de Irak, Yemen, Somalia, países del Sahel o Filipinas. Es Washington precisamente quien, junto con Israel, más está apostando por el desarrollo de unos instrumentos de matar que, de un solo golpe (o, mejor, de botón de joystick),
cuestionan la soberanía nacional de los países en los que se
desarrollan sus ataques, llevan a cabo ejecuciones extrajudiciales y
deshumanizan la guerra.
Para sus defensores, se trata
de la mejor manera de enfrentarse a una nueva batalla en la que el
enemigo ya no es un soldado uniformado y anónimo, sino un combatiente
individual con nombre propio que no puede ser disuadido al modo clásico
ni detenido antes de que pueda actuar. Así, argumentan que los drones
(literalmente, abejorros) salvan muchas vidas, ya que no hay pilotos ni
tripulaciones, reducen los daños colaterales gracias a su altísima
precisión y ahorran importantes recursos por ser aparentemente mucho más
baratos que sus equivalentes tripulados. Añaden incluso que liberan a
los humanos de la carga de tareas aburridas, sucias y peligrosas: a
nadie le entusiasma patrullar incesantemente una frontera o quemar sus
ojos ante una pantalla que retransmite lo que ocurre en las aguas
territoriales de un país, ni entrar en una zona altamente contaminada
por un accidente nuclear, en el ojo de un huracán o en el núcleo de una
erupción volcánica. Y mucho menos habrá personas dispuestas a penetrar a
ciegas en una casa donde se localice un enemigo dispuesto a todo.
El caso es que los drones
ya están haciendo todo eso. Valga como ejemplo el minihelicóptero Black
Hornet Nano, de apenas 10 centímetros de largo, 16 kilos de peso y
equipado con una cámara, que las tropas británicas usan en Afganistán en
sus acciones de combate urbano. A partir de ahí, la imaginación puede
volar al ritmo de los avances que nos hablan, por un lado, de aparatos
del tamaño de un colibrí o una mosca y adaptados a entornos de alta
contaminación o inseguridad donde podrían moverse sin inconvenientes
para registrar datos relevantes o para informar de lo que ven. Y, por
otro, de plataformas aéreas de unos 11 metros de longitud que, como el
MQ-9 Reaper estadounidense, puede armarse con hasta 14 misiles
aire-tierra.
Los defensores de los ‘drones’ aseguran que
salvan muchas vidas, reducen daños colaterales y son más baratos que las
misiones tripuladas
Dando un paso más en esa misma línea, se apuntan ya escenarios de combate en los que apenas habría bajas humanas, porque los drones, manejados a distancia por operadores
a salvo de las consecuencias inmediatas de sus actos, solo destruirían
sistemas de armas totalmente automatizados. Como resultado de ese
enfoque, la organización estadounidense Association for Unmanned Vehicle Systems International (AUVSI), formada por exmilitares y personas de la industria que promueve el desarrollo tecnológico de los drones,
estima que más de 2.400 empresas de unos 40 países, con EE UU e Israel a
la cabeza, desarrollan estos productos. Sus previsiones apuntan a un
volumen de negocio de al menos 70.000 millones de euros en diez años.
Pero es precisamente en cada
una de esas supuestas ventajas donde se sitúan los principales puntos de
debate. En primer lugar, la proliferación drónica, presentada siempre como beneficiosa para nuestra seguridad, nos aboca a la absoluta pérdida de privacidad en un entorno atiborrado de ojos
que nos vigilarán aún más de lo que ya lo estamos. Hay que recordar que
no hablamos de ciencia ficción, sino de realidades que se añaden a la
controvertida red de espionaje electrónico Echelon,
operativa al menos desde los años setenta del pasado siglo. Un ejemplo
lo presenta la empresa armamentística estadounidense Raytheon: dispone
de un software conocido como Riot,
que permite rastrear nuestras actividades y movimientos mediante las
huellas que dejamos en las redes sociales y predecir nuestros
comportamientos y localizaciones futuras.
A esto se suman otros elementos cuando se trata el campo específico de los Unmanned combat aerial vehicle
(UCAV), de uso exclusivamente bélico. Se trata de sistemas de combate
que integran una plataforma volante controlada de forma remota, enlaces
por vía satélite, cámaras para identificación y seguimiento de objetivos
y diversas armas. Están diseñados para matar selectivamente a personas
localizadas en prácticamente cualquier rincón del planeta. En el caso
estadounidense, el ejemplo más perfeccionado, los UCAV disponen de un
complejo entramado: unos operadores formados en la base aérea de
Holloman (Nuevo México), unas bases aéreas diseminadas por el planeta
–tanto en suelo estadounidense como en Irak, Pakistán, Arabia Saudí, Seychelles y seguramente muy pronto en Níger–, unos centenares de drones
y una amplia gama de misiles y bombas. Todo ello en manos de la Fuerza
Aérea, del Mando Conjunto de Operaciones Especiales y de la CIA, una
agencia cada vez más paramilitar.
Los aparatos permiten matar selectivamente a una
persona en cualquier lugar. Su proliferación nos aboca a estar aún más
vigilados
Mientras debaten si su cometido
puede o no compararse con los pilotos de combate –ya hay también
medallas para premiar su labor–, los operadores castrenses de estos sistemas
cumplen su horario laboral en una sala repleta de cámaras, pantallas y
ordenadores. Ejecutan los planes decididos por la autoridad
correspondiente, John Brennan. El inminente director de la CIA
ha desarrollado los protocolos vigentes en Washington en su calidad de
consejero presidencial en materia antiterrorista y cabe identificarle
como la cabeza pensante, con aprobación de Obama, en tan delicado
asunto. Puede ocurrir que un operador esté realizando por la mañana una
misión de reconocimiento en Somalia operando un drone que ha
despegado de las Seychelles y que por la tarde se dedique a eliminar a
un individuo localizado en algún escondite de Yemen utilizando un UCAV
destacado en una base saudí. Y todo ello sin moverse físicamente a esos
lugares, porque para ello solo necesita disponer de una buena conexión
vía satélite.
Actuar de ese modo implica no
solo invadir el espacio aéreo de otros Estados contraviniendo el derecho
internacional y el Tratado de Cielos Abiertos, en vigor desde 2002 y
que compromete a los 34 Estados firmantes a abrir su espacio aéreo a la
observación de los demás en un ejercicio de encomiable transparencia.
Supone también activar una maquinaria letal que vulnera los fundamentos
del Estado de derecho y que difícilmente encaja con los usos y
costumbres de la guerra. En síntesis, se trata de ejecuciones sumarias
que rompen con la idea de que en una guerra no se busca la muerte de
individuos concretos, sino la derrota de un ejército o grupo armado sin
nombres propios. En lugar de buscar la cooperación del Estado donde se
haya identificado al presunto objetivo apelando a los organismos
internacionales de cooperación policial, y con la idea de detenerlo para
someterlo a un posterior juicio, se opta por liquidarlo de manera
quirúrgica sin evitar por ello la muerte de civiles inocentes. También
se descarta la engorrosa necesidad de desplegar sobre el terreno una
unidad de operaciones especiales que pueda errar en el blanco, caer en
una emboscada o verse atrapada al intentar ponerse a salvo tras la
acción.

Los 'drones' se dirigen desde un centro de control, como este del Ejército alemán en Afganistán. / FABRIZIO BENSCH
Por otra parte, para quien
tenga que dar la orden de matar todo es más simple en la medida en que
no pone en riesgo la vida de su gente y se desgasta mucho menos en
términos políticos, tanto ante su propia opinión pública como ante los
gobernantes del país donde se ha realizado la operación. Así se vio en
diciembre de 2011, cuando un RQ-170 Sentinel cayó en manos iraníes.
La repercusión fue muy distinta de la que habría existido de ser un
avión tripulado. Esa facilidad de matar apretando un simple botón a
distancia para borrar un problema hace mucho más tentador el recurso a
la violencia. Sin añadirle ninguna épica al enfrentamiento bélico, está
claro que no es lo mismo matarse cara a cara que hacerlo desde la
asepsia de un despacho y amparándose en el anonimato, que además asegura
que no habrá represalia directa contra el atacante.
El uso de los ‘abejorros’, justificado por
Obama, debilita los principios democráticos de una sociedad que adopta
el método del oponente
Mientras se dirime la
controversia generada por unos aparatos que, con modelos que ahora
parecen prehistóricos, ya se usaron en las dos guerras mundiales del
pasado siglo, su desarrollo parece incesante. Algunos quieren verlos ya
como armas definitivas de un futuro inmediato en el que, con
intervención humana apenas reseñable, se desencadenarán y desarrollarán
guerras limpias con altísima precisión. En esa línea parece que
queda agotado el espacio para la ciencia ficción, porque todo lo que se
imagine en este campo ya es una realidad hoy. Una realidad incómoda,
porque nos deja reducidos al mero papel de víctimas principales de
nuestros propios ingenios bélicos en un entorno altamente tecnificado y
automatizado, del que no habría escapatoria posible.
Un elemento más que incentiva ese proceso es el énfasis en los usos civiles de los drones,
por ejemplo en levantamientos topográficos, fumigación de cultivos,
vigilancia del tráfico terrestre y marítimo, grabación de programas
televisivos o protección medioambiental. Como una muestra muy reciente
de la pujanza de esta industria, a principios de este año la Autoridad de Aviación Civil británica (CAA)
ha concedido permiso a 160 usuarios civiles, desde universidades hasta
la BBC, pasando por bomberos, policía y empresas como Video Marketing
Golf, National Grid o BAE Systems, para operar con sus drones
en los cielos británicos. Basta con que pesen menos de 20 kilos, no
superen los 122 metros de altitud y tengan un radio de acción inferior a
medio kilómetro para asegurar que se trata de vuelos a la vista de su
operador.
En el terreno militar, el salto
ha sido exponencial tanto en la cantidad como en la calidad de los
aparatos que ya están operativos. La amplia variedad de aeronaves en
servicio abarca desde los Handled, que funcionan a menos de 2.000 pies
(609,6 metros) con baja velocidad y un alcance máximo de dos kilómetros,
hasta los que pueden realizar trayectos a la Luna a velocidades
hipersónicas.
En la UE se desarrollan 400 proyectos de aeronaves no tripuladas. La agencia Frontex quiere usarlas para el control fronterizo
Existen muchos tipos de drones,
tanto de uso militar como civil. Solo en la UE, 19 Estados desarrollan
unos 400 modelos distintos sin que hasta ahora haya sido posible una
regulación común, prevista en principio para 2016. Existen proyectos
como el franco-británico Telemos o el Talarion de EADS, suspendidos de momento. En España, la empresa Indra ha creado el helicóptero Pelícano, de 200 kilos y destinado a vigilancia marítima, y el pequeño avión de observación Mantis.
No son los únicos: la compañía Singular Aircraff, por ejemplo, ha
realizado el modelo SA-03 para vigilancia fronteriza. Precisamente la Agencia Europea de Fronteras, Frontex, pretende usar drones
para desarrollar “cuadros de inteligencia común” en zonas próximas a
los límites territoriales. Prueba del auge, también, es que Corea del
Sur proyecta construir helicópteros no tripulados para atacar bases
militares norcoreanas. Israel logra vender su Heron a franceses y
alemanes, que lo usan en Afganistán. Estados Unidos planea aumentar su
flota un 35% en una década, sin los recortes presupuestarios anunciados
en otros capítulos. Y en las ferias armamentísticas como UNVEX’13
América, en Lima, y la IDEX’13, de Abu Dabi, los drones tienen un protagonismo innegable.
Ante esta imparable marea,
¿cabe pensar que los llamados Estados rebeldes y los grupos terroristas
internacionales no van a intentar también hacerse con ellos?
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