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jueves, 20 de enero de 2011

Tucson y los límites del sentimiento norteamericano



Durante una reunión con un amigo (nosotros dos somos norteamericanos) la semana pasada, nuestra conversación llegó al tema del discurso ofrecido por Obama en memoria de las victimas del tiroteo en Tuscon , Arizona. En el discurso, Obama planteó que la tragedia, en la cual un pistolero tiroteó a una congresista demócrata y sus adherentes en un foro público, serviría para unir a los norteamericanos. Su lógica fue que la muerte de estas personas nos ha demostrado la importancia de establecer una cultura política más ‘civil’ que no permitirá que recurramos a la violencia para los fines políticos.

Mi amigo creía que el argumento de Obama era absurdo, precisamente porque el intercambio ‘civil’ no sería lucrativo para los que dirigen los medios de comunicación en los EEUU. Es decir, CNN y Fox News desean presentar los debates muy combativos como si fueran espectáculos adecuados para una película de acción. Por un lado, estoy de acuerdo con este punto de vista. Sin embargo, hay un elemento muy verdadero dentro de las palabras de Obama. Es lo siguiente: claro que esta tragedia va a unir a los norteamericanos, pero no sobre la base de una nueva política doméstica. Esta unificación se va a ocurrir sobre la base de la reafirmación de una política sentimental del excepcionalismo—una política que acepta la violencia norteamericana fuera de sus propias fronteras, pero que la condena enérgicamente esta violencia cuando las víctimas son miembros de la ‘familia’ yanqui.

Dos párrafos del discurso de Obama merecen nuestra atención en este sentido. Ambos nos muestran como la masacre en Tuscon ya ha sido movilizado para distraernos de la violencia al corazón del imperio yanqui y consolidar una visión de los estadounidenses como víctimas especiales. Lo primero dice, con respecto a Gabby Giffords, la congresista tiroteada, y John Roll, un juez federal que fue matado por el pistolero:

‘Y debemos ser respetuosos porque queremos estar a la altura del ejemplo de funcionarios públicos como John Roll y Gabby Giffords, que supieron que primero y por encima de todo, todos somos estadounidenses y que podemos cuestionar las ideas de otros sin cuestionar su patriotismo, y que nuestro deber, al trabajar juntos, es agrandar constantemente el círculo que protegemos para que les leguemos el Sueño Americano a generaciones futuras’.

Y lo segundo:

‘Y ese proceso, ese proceso de reflexión, para asegurarnos de que nuestros actos vayan a la par de nuestros valores, creo que eso es lo que requiere una tragedia como esta. Porque quienes resultaron heridos y quienes murieron son parte de nuestra familia, la gran familia de 300 millones de estadounidenses’.

Amy Goodman ya ha mostrado la hipocresía de Obama rechazando la violencia doméstica mientras sigue con las ocupaciones de Irak y Afganistán. Como estos párrafos demuestran, esta hipocresía hace que el sentido de solidaridad desatado por esta tragedia no se pueda aplicar a la ‘humanidad’, sino solamente a los norteamericanos. Es decir, las palabras de Obama sugieren que el alcance máximo de nuestro luto es el ‘circulo’ dentro del cual viven los yanquis. Su discurso prohíbe que el sufrimiento de las víctimas en Tuscon y sus familias nos ayude reconocer la injusticia de nuestra complicidad con guerras que matan a los civiles diariamente. El mensaje queda claro: si no perteneces a la familia yanqui, su vida no vale nuestras lágrimas.

Tengo que admitir que los elogios de Obama para las víctimas eran conmovedores. Pero aun estos elogios llaman nuestra atención a la política muy exclusiva de Obama. Considere sus reflexiones sobre Christina Taylor Green, la víctima más joven:

‘Y también estaba Christina Taylor Green, de nueve años. Christina era una estudiante sobresaliente, bailarina, gimnasta y nadadora. Decidió que quería ser la primera pelotera de las Ligas Mayores y ya que era la única niña en su equipo de las Pequeñas Ligas, nadie lo dudaba. Demostraba un amor por la vida poco común entre las niñas de su edad. Le recordaba a su madre, “Estamos colmados de bendiciones. Nuestra vida es estupenda”. Y compartía recíprocamente esas bendiciones participando en una obra benéfica que ayudaba a niños menos afortunados’.

Me imagino que si los norteamericanos leyeran una reflexión así sobre cada niño en Irak y Afganistán que ha sido matado por una balla norteamericana, tal vez lucharía contra las guerras con más vigor. Pero no. Como Goodman afirma, Obama ha demostrado ser igual a Clinton después del tiroteo sangriento en un colegio en el estado de Colorado en 1999. Tras la masacre, Clinton lamentó la violencia entre los estudiantes norteamericanos mientras que las fuerzas estadounidenses bombardearon a Yugoslavia. Por limitar su mirada hacia el interior del país durante estas tragedias, los líderes yanquis justifica una versión de excepcionalismo que tiene consecuencias mucha más graves para los pueblos no emparentados a ‘Tío Sam’.

Como ya señalado por Atilio Boron , los eventos en Tucson no fueron los resultados de una ‘manzana podrida’ que violó las normas de una sociedad realmente democrática. No, estos eventos fueron producidos por una sociedad que ha institucionalizado la violencia fuera y dentro de sus fronteras. Obama perdió la oportunidad de intervenir en esta relación, y los que van a pagar el precio más severo no van a ser los norteamericanos.

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