El 'torii' (puerta del templo) de la isla japonesa de Miyajima se cubre de agua con la marea alta. / Stephen Ehlers
Un recorrido geográfico por Japón esconde siempre un recorrido
espiritual. La mirada del viajero se pierde por igual en los grandes
templos y en las extrañas costumbres de esas islas orientales cuyo
nombre significa literalmente “el país donde nace el sol”.
01 Un país extraño
Cifras
» Japón tiene 127 millones de habitantes. En Tokio viven 8,9 millones
de personas; 13,1 en el área metropolitana. La población de Japón es
una de las más longevas: el 24% tiene más de 65 años y en 2012 más de
50.000 personas superaron los 100 años.
» El Shinkansen, el tren bala, se inauguró en 1964; alcanza los 300 kilómetros por hora.
» La última erupción del monte Fuji se produjo en 1707.
La civilización japonesa moderna tiene una merecida fama de
extravagante. No hace falta pasar mucho tiempo en el país para darse
cuenta de que allí el sol sale a veces por el Oeste y la lluvia cae
hacia arriba. En los locales públicos de Tokio, por ejemplo, está
permitido fumar, pero no puede hacerse en las calles, al aire libre,
salvo en unos pocos puntos habilitados para ello. Las calles no tienen
nombres ni números, de modo que buscar un lugar puede convertirse —para
un japonés también— en una aventura. Las ciudades están relucientemente
limpias, pero se trata de un milagro, porque no hay apenas papeleras:
uno debe guardar sus desperdicios hasta encontrar el momento de
tirarlos. El consumo es la mayor de las aficiones, pero en muchos sitios
no es posible pagar aún con tarjeta de crédito. Y así hasta el infinito
de las sorpresas.
02 ‘El crisantemo y la espada’
Hay decenas de libros apasionantes que pueden leerse antes de pisar Japón, pero dos de ellos son fundamentales: Elogio de la sombra, de Tanizaki, y El crisantemo y la espada,
de Ruth Benedict. El primero es una reflexión ya clásica sobre las
particularidades estéticas del país: sus habitaciones despojadas, sus
muros de papel, su luz de penumbra. El segundo, escrito por una
estadounidense por encargo del ejército de su país en plena II Guerra
Mundial, trata de desentrañar y de poner a la luz esos rasgos culturales
de los japoneses que tanto llaman la atención de los occidentales. Sus
reglas morales, su disciplina, su actitud ante el sexo o su
comportamiento social.
03 Los miradores de Tokio
Tokio es una ciudad de visión aérea. Gana en las distancias altas.
Muchos no compartirán esta opinión, embelesados por la vivacidad de las
muchedumbres a ras de suelo, pero incluso esos disfrutarán al contemplar
la inmensidad metropolitana desde arriba. En el distrito de Maronouchi,
cerca de la estación central, hay rascacielos comerciales con
restaurantes en los pisos superiores, igual que en la colina de
Roppongi. Comer cerca de un ventanal puede ser una experiencia
fascinante. El Ayuntamiento de la ciudad —un rascacielos de dos torres
geminadas sin ninguna pinta de Ayuntamiento al uso— tiene en su cima un
mirador gratuito que ofrece una visión de 360 grados. Y recientemente se
ha inaugurado la Tokyo Sky Tree, la torre de televisión más alta del
mundo, que tiene en sus alturas también un restaurante y un mirador. Sus
precios, sin embargo, son disuasorios.
04 El mercado de pescado
El famoso mercado de pescado de Tokio, el más grande del mundo para
el país que más pescado consume, se encuentra en el distrito de Tsukiji,
cerca del centro de la ciudad. Para visitarlo hay que madrugar mucho, y
si se quiere visitar sin restricciones, accediendo a las subastas, hay
que registrarse el día de antes y obtener una acreditación. A pesar de
lo que dicen muchas guías, no conviene llegar más tarde de las cuatro de
la madrugada si se quiere contemplar todo el desfile de especies
marinas, que, sobre las mesas de los mercaderes, muchas aún vivas,
deslumbran al profano. Las grandes naves con los suelos llenos de atunes
alineados parecen, más que un mercado, una galería de arte
contemporáneo.
05 Locura de semáforos
El cruce de Shibuya es quizás uno de los lugares urbanos más
fascinantes del mundo. Dos avenidas se entrecruzan y forman, como en
tantos otros sitios, una plaza. Todos sus semáforos están perfectamente
sincronizados, de forma que se abren y se cierran a la vez. Y los pasos
de cebra permiten atravesar el cruce no solo en los cuatro cortes de
calle, sino en las dos diagonales. Cuando se detiene el tráfico, una
muchedumbre abigarrada corre en todas direcciones como los hilos de un
telar, entretejiéndose. Durante un minuto, la plaza parece un
hormiguero. Dicen que cada día pasa por allí un millón de personas. Por
la noche, con los neones iluminándolo todo, el espectáculo es grandioso.
06 Los guías voluntarios
En Tokio es posible visitar la ciudad acompañado por un nativo. Hay un servicio gratuito de guías
que, para practicar idiomas o para mostrar una vez más la hospitalidad
nipona, pasan el día con el turista y le llevan a conocer los rincones
más populares o más inexplorados —a elección del viajero— sin ningún
coste, salvo el de sus gastos de transporte y manutención. Son sobre
todo estudiantes, pero hay también amas de casa ociosas, como Mami, mi
guía, y tokiotas de cualquier pelaje. Son evidentes las ventajas que
tiene recorrer una ciudad de la mano de alguien que vive en ella, pero
en este país tan insólito hay que añadir la de poder conocer de primera
mano las opiniones y la conducta de uno de sus habitantes.
07 El manga porno
Algunas tiendas de cómics parecen grandes almacenes. Ofrecen series completas de historietas, muñecos, videojuegos y merchandising
diverso. Entro en un local del distrito de Akihabara y husmeo. Tiene
varias plantas, y solo en la última, apartada del azar, recóndita, está
la sección porno. Los cómics están plastificados, pero en todos hay una
página de muestra a la vista para que el cliente examine. Los dibujos
son de una contundencia sexual explosiva. Sus personajes tienen rostros
adolescentes, a veces púberes, pero sus atributos sexuales contradicen
la edad. Hay para todos los gustos eróticos.
08 Las nubes del monte
Fuji No son muchos los viajeros que consiguen ver el monte Fuji, con
3.776 metros la cumbre más alta de Japón, dadas las condiciones
climatológicas de la zona. En la película Cerezos en flor,
Doris Dörrie narraba con ingenio esa frustración del visitante que día
tras día contempla las nubes cubriendo por completo las laderas.
Normalmente no son nubes esponjosas, sino una masa densa que hace
difícil creer que detrás haya nada. Por eso hay que vigilar las
previsiones meteorológicas y acudir preparado para el fracaso.
09 Doce siglos de belleza
Nikko está cerca de Tokio, a una hora de viaje. Es un enclave
religioso clásico, fundado hace doce siglos, en el que hay varios
templos soberbios, como el de Futarasan. Uno de ellos, sin embargo, no
puede dejar de visitarse, pues su belleza, a contracorriente de la
frugalidad estética japonesa, es exuberante. Corta la respiración. Se
trata del santuario Tosho-gu, que está profusamente decorado. La armonía
florida de su pagoda de cinco plantas, la brutalidad colorista de las
puertas Niomon, que da acceso al complejo, y Yomeimon, adornada con
imágenes de flores y de bestias, y el barroquismo delicado de sus
cornisas, sus zócalos y sus muros, perturban al visitante.
10 La ternera de Takayama
Casi siempre pensamos que los japoneses solo comen pescado. Sushi, sashimi:
es el paradigma. Sin embargo, su cocina es un festín inacabable, y la
carne tiene un cometido fundamental en ella. La ternera de Kobe, famosa
en el mundo entero, no es una excepción extravagante. Ni siquiera es su
mejor carne. Las terneras de Takayama —que en realidad pastan en la
vecina Hida, en la zona de los Alpes japoneses— son al parecer las más
apreciadas en el país. En una de sus calles antiguas, que conserva
intactas algunas casas de mercaderes del periodo edo, hay una larga cola
frente a un minúsculo puesto de comida. Venden pequeños bocaditos de
arroz sobre los que se coloca una porción de carne cruda que se hornea
durante unos instantes con un soplete de cocina. Un manjar.
11 Sirakawago
Desde Takayama se viaja en autobús a Sirakawago, una aldea museo
escondida entre montañas. El viaje podría ser prodigioso —una naturaleza
embrutecida, desfiladeros y quebradas, barrancos— si Japón no fuera un
lugar tan eficiente: una autopista que perfora túneles inacabables lleva
hasta allí casi sin paisaje. El viaje, sin embargo, merece la pena. Se
llega a un valle en el que antiguamente se refugiaban los perseguidos.
El valle del fin del mundo. Allí se conservan unas casas tradicionales
cuyo mayor atractivo son los tejados, construidos con un espeso trenzado
de paja —más de un metro de grosor— para resistir las fuertes nieves
del invierno. El paraje es espectacular.
12 El memorial de Hiroshima
La bomba lanzada por el Enola Gay explotó 600 metros antes
de tocar tierra. En su trayectoria estaba el Centro de Exhibiciones de
Comercio de la ciudad, un edificio de varias plantas rematado por una
cúpula. Ese edificio, que quedó en pie, con la cúpula reducida a un
esqueleto, se conserva intacto en recuerdo a la tragedia, y cerca de
allí, al otro lado de una explanada en la que luce una llama perpetua de
homenaje a las víctimas, se alza el Museo de la Paz. Un museo
pedagógico y memorialesco que estremece. En la primera sala, una música
elegiaca compuesta para el caso, predispone al espíritu. Restos de
víctimas, relatos, maquetas y diagramas. Un paseo en el que merece la
pena espeluznarse.
13 Miyajima
Al lado de Hiroshima se encuentra la isla de Miyajima, uno de los
enclaves emblemáticos de Japón, pues es allí donde se alza, flotando
sobre el mar, la gran puerta roja del santuario Itsukushima, uno de los
monumentos más fotografiados del país. El santuario, sintoísta, es de
una sobriedad extrema, como la mayoría de los templos y los palacios
japoneses. Su privilegio es el emplazamiento natural en el que está.
Cuando baja la marea, se puede llegar hasta el torii, la gran
puerta roja, con la ropa remangada hasta los tobillos. En el pequeño
pueblo de la isla pueden visitarse también una pagoda de cinco plantas y
el pabellón Sejokaku, cuya desnudez interior amansa. En cualquier
restaurante se pueden degustar las ostras típicas, que se cocinan
rebozadas.
14 Alojamiento especial
Los ryokanes son los hoteles tradicionales japoneses. La
mayoría de los hospedajes del país son de tipo occidental, pero se
conserva una buena red de ryokanes —caros y baratos— que permiten al
viajero, si es foráneo, conocer de primera mano el interiorismo japonés.
El ascetismo de los espacios es la característica más sobresaliente. La
habitación, sobria, con un tatami en el suelo, tiene un futón que a
veces se recoge durante el día para desocuparlo todo. Los ventanales y
algunas puertas y paredes son de madera y papel duro traslúcido que
apenumbra la luz. No hay sillas, sino cojines, y cualquier actividad ha
de hacerse a ras de suelo. En los ryokanes, como en la mayoría de los demás hoteles, hay a disposición del viajero un yukata, vestimenta tradicional que puede llevarse también en las zonas comunes de la hospedería.
15 Gion y Pontocho
En Japón todo se arrasa. El santuario de Ise —el lugar sagrado más
antiguo del sintoísmo— se destruye y vuelve a levantarse cada veinte
años. Los edificios se demuelen sin miramientos urbanísticos. Por eso
las ciudades tienen un aspecto impersonal, un aire de desarraigo o de
frontera. Como los aeropuertos, todas se parecen. Los barrios de Gion y
Pontocho, en Kioto, son una excepción admirable. Conservan el sabor de
la historia. En sus calles, además de a las geishas, puede
verse la arquitectura tradicional que uno imagina en sus sueños
orientales. La modernidad en el corazón de lo antiguo. Los restaurantes
que dan al río Kamogawa, en cuyas riberas holgazanean bandadas de
jóvenes y parejas enamoradas, son miradores formidables del Japón
imaginado.
16 El pabellón dorado de Kioto
La primera vez que tuve noticia de este lugar casi legendario fue en la novela de Yukio Mishima que se titula así, El pabellón dorado.
Situado al borde de un lago sobre el que se refleja, el edificio, de
una sencillez armoniosa, tiene tres plantas. Las dos superiores están
completamente cubiertas por pan de oro y tienen terrazas que las rodean.
Los tejados, como es habitual en la arquitectura oriental, se elevan en
las esquinas de los aleros, dando la sensación de que el edificio va a
arrancarse a volar. La estampa del Pabellón Dorado, Kinkakuji, es casi
onírica. Y sus jardines ayudan a reposar el alma.
17 Sanjusangen-do
El viajero puede pasarse semanas en Kioto visitando templos, pero hay
algunos que no puede perderse. El de Miyokizudera, que está colgado en
una ladera boscosa de una de las colinas, es uno de ellos. El santuario
Fushimi, cuyo laberinto de toriis anaranjadas y casi cosidas
entre sí recorre varios kilómetros en otra ladera, tampoco puede
excusarse. Pero el que dejará al visitante con la boca abierta es el
templo Sanjusangen-do, una larga construcción de madera —la más larga
del mundo, según cuentan— que alberga 1.001 estatuas idénticas y
alineadas de la diosa Kannon. Las estatuas, de madera recubierta de oro,
son como un ejército de interminables brazos.
18 Ascetismo en el monte
Koyasán, o el monte Koya, es un lugar sagrado del budismo japonés.
Está a pocos kilómetros de Osaka o de Nara, en la península de Kii. Al
parecer, en la época edo había en el monte mil templos. Hoy hay un
centenar, y algunos de ellos ofrecen alojamiento y ascetismo al viajero.
Es interesante visitar la gran puerta Daimon y el Kongobu-ji, un templo
en el que algunas estancias se salen de lo acostumbrado. Pero lo que no
puede dejar de recorrerse es el gran cementerio del santuario Okuno-in,
un paseo de unos dos kilómetros en el que las tumbas llenas de verdín
parecen guardar espíritus.
19 Nara
Nara es, como Kioto, una ciudad monumental y llena de memoria. Fue
capital de Japón y guarda muchos edificios de su tiempo de gloria.
Ofrece una virtud turística indudable: todo lo que hay que visitar está
reunido en torno al gran parque central, por el que corren los ciervos, y
puede recorrerse a pie. En el edificio del Tesoro hay seis esculturas
en madera policromada de monjes arrodillados de una belleza sosegante. Y
en el templo Todai-ji se encuentra la escultura gigantesca del Gran
Buda, que más que mover a la espiritualidad mueve a la megalomanía.
20 La cortesía
En uno de los viajes en tren me equivoco de vagón: estoy en el coche 1
y mi billete dice que debo acomodarme en el 6. El revisor no me
reprende, sino que se ofrece a llevarme él mismo de uno a otro, como si
pudiera perderme. Cada vez que cambiamos de vagón, se da la vuelta y me
hace una pequeña reverencia sonriendo. Cinco reverencias en total. En
todos los lugares encuentro esa ceremoniosidad, que no parece hipócrita
ni impostada. En los comercios saludan con una cordialidad casi
caricaturesca, dando grandes voces. En la calle se desviven por
auxiliar. La sonrisa es el gesto que los japoneses usan cuando miran a
los ojos de un desconocido.
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