Estados Unidos adora las armas. Esa es una realidad. Un 69%
de la población confiesa haber disparado alguna vez y un 47% reconoce
que tiene al menos un arma en su casa, según encuestas de Gallup. Pero
la cultura de las armas, conectada a las raíces de esta nación, ha sido
también utilizada por la Asociación Nacional del Rifle (NRA), el
principal lobby del sector, para la defensa de un negocio muy lucrativo
que ha crecido desproporcionadamente en los últimos años.
La Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana, que
reconoce, según algunos, incluido el actual Tribunal Supremo, el derecho
a poseer armas de fuego, fue redactada por James Madison, un sureño,
socio de Thomas Jefferson, para mitigar las sospechas de sus paisanos
sobre la intención de los federalistas de Nueva Inglaterra de crear un
estado central acaparador y opresivo.
Esa Enmienda dice, textualmente, que “siendo necesaria una
bien regulada milicia para la seguridad de un estado libre, el derecho
del pueblo a tener y portar armas no debe de ser infringido”. Sobre ese
texto se han hecho interpretaciones diferentes de forma constante casi
desde el mismo momento de su publicación. Algunos juristas, incluidos
miembros de otros anteriores tribunales supremos, entienden que se
refiere exclusivamente a un periodo anterior a la creación de un
ejército nacional de EE UU, cuando las milicias eran aún el principal
cuerpo de protección de los ciudadanos, y a las rudimentarias armas de
defensa personal que existían en aquel momento.
En todo caso, en este país ha sobrevivido, ciertamente, un
espíritu de desconfianza hacia el estado que lleva a muchos ciudadanos a
asumir ellos mismos la responsabilidad de proteger a sus familias. Ello
se une a un estilo de vida, en comunidades alejadas de los centros
urbanos, que hace difícil el cumplimiento por parte de las autoridades
de su obligación de mantener segura a la población.
En este país ha sobrevivido, ciertamente, un
espíritu de desconfianza hacia el estado que lleva a muchos ciudadanos a
asumir ellos mismos la responsabilidad de proteger a sus familias
Ese es un problema que ha sido debatido durante décadas sin
encontrársele fácil solución. Los políticos están obligados, en última
instancia, a respetar las leyes y la voluntad de los ciudadanos.
Lo que es discutible es que esa particularidad de la
sociedad norteamericana justifique el comercio de armas que se ha
producido en los últimos 40 años y, especialmente, en los últimos diez,
en los que el FBI ha detectado que el número de armas se ha duplicado.
Hay que recordar que la utilización de la Segunda Enmienda
para amparar la posesión de armas no ha sido siempre un argumento de la
derecha, como es hoy. Como recuerda la profesora de Harvard Jill Lepore
en un artículo en The New Yorker, Malcolm X animó a sus
seguidores a armarse, con base en la Segunda Enmienda, y, en los años
sesenta, los Panteras Negras reclamaron el derecho a la autodefensa con
la misma excusa constitucional.
Fue, sin embargo, la irrupción de la NRA en la política lo
que llevó las cosas hasta el punto en el que hoy están: 300 millones de
armas en manos privadas y unos 30.000 muertos al año –incluidos unos
14.000 por suicidios- por armas de fuego.
La NRA existe desde mediados del siglo XIX, pero siempre fue una
organización de aficionados a la caza y a las armas, en su sentido más
recreativo. Su transformación en lobby de la industria del armamento no
se produjo hasta 1975, y su participación en política, algo más tarde.
Ronald Reagan fue, en 1980, el primer candidato presidencial
oficialmente respaldado por la NRA.
Desde entonces, su ascenso ha sido vertiginoso. Hoy es la
organización que más dinero gasta en campañas políticas y que más
influencia tiene en el Congreso, donde muchos de sus miembros le deben
el escaño. Su estrategia es sencilla: propagar el miedo para que la
gente se anime a comprar armas. Con Barack Obama en la Casa Blanca, más
miedo y más armas. El último año, récord histórico de ventas.
Es posible que el origen de todo esto esté en la cultura de las armas
de EE UU. Pero, desde luego, sus consecuencias actuales no son, muy
probablemente, las que calculó Madison.
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