Se llamaba Andrea S., tenía 15 años, estudiaba en un instituto
cercano al Coliseo y vivía en el sur de Roma, era de carácter
extrovertido y a veces acudía a clase con ropa de colores llamativos y
las uñas pintadas. Su familia y algunos de sus amigos más cercanos dicen
que estaba enamorado en secreto de una muchacha de su mismo instituto,
pero lo cierto es que nunca faltó quien se burlara de su aparente
homosexualidad y sobre la red social Facebook una cobarde mano anónima
había dedicado un perfil al “muchacho de los pantalones rosa”. El martes
por la tarde, Andrea se ahorcó, en su casa, con su bufanda.
Lo que viene a continuación casi no hace falta escribirlo: la
Fiscalía de Roma ha abierto una investigación por si se pudiera acusar a
alguien de “inducción al suicidio”, dos ministros y el alcalde han
pronunciado palabras sentidas de pésame y los compañeros del Liceo
Cavour han encendido velas y le han dicho a una diputada que se acercó
oportunamente por allí que sienten un doble dolor: el de la pérdida del
compañero y el de sentirse señalados por la prensa como presuntos
acosadores…
Prácticamente, el mismo guión de siempre. Con un problema añadido, la homofobia en Italia es una enfermedad grave,
diagnosticada, pero la derecha y por supuesto el Vaticano se niegan a
combatirla. Valga un ejemplo: el verano de 2011, la Cámara de Diputados
rechazó la propuesta del Partido Democrático (centroizquierda) para
introducir la agravante de homofobia en los delitos penales. Votaron en
contra, los partidos conservadores UDC (democristiano), Liga Norte y
Pueblo de la Libertad (PDL), de Silvio Berlusconi.
El todavía entonces primer ministro, capaz de retorcer las leyes hasta
extremos inimaginables, consideró “inconstitucional” la propuesta para
que la caza al gay fuera perseguida en los tribunales.
La Fiscalía de Roma ha abierto una investigación por si se pudiera acusar a alguien de “inducción al suicidio”
También el guion se cumplió en otro aspecto no menos doloroso.
Durante meses, un adolescente —Jokin en Hondarribia, Amanda en Québec,
Andrea en Roma..—sufre, por un motivo o por otro, el acoso de los
violentos, el silencio de los cobardes y la falta de auxilio de quienes,
por incompetencia o dejadez, no aciertan a conjurar el peligro.
Los testimonios que ahora, ya demasiado tarde, salen a la luz no
dejan lugar a dudas de que Andrea pisaba arenas movedizas desde hacía
meses. Sus amigos dicen de él: “No era homosexual, mucho menos
declarado, enamorado de una muchacha desde que llegó al instituto. La
pintura de uñas y la ropa rosa, de la que se enorgullecía, eran su
manera de expresarse. Era un muchacho mucho más complejo de lo que
dicen: era irónico y autoirónico, capaz de poner en su justa medida las
burlas a las que lo exponía su carácter caprichoso y original, también
su gusto por travestirse”.
Al final de la carta, los muchachos del Liceo Cavour, encerrados tras
el portón verde, en lucha como tantos otros estudiantes de Italia
contra los recortes del Gobierno de Mario Monti, admiten que,
“probablemente”, Andrea escondía detrás de su imagen alegre y de sus
pantalones rosa, un profundo malestar, un “dolor de vivir”. Nadie lo
supo o lo quiso ver. Los más cercanos creyeron que su carácter
extrovertido, la valentía que demostraba al pintarse las uñas en medio
de un ambiente homófobo, sería suficiente armadura contra los insultos
que recibía por la calle o a través de las redes sociales. Pero no fue
así. Al fin y al cabo, solo tenía 15 años y decidió que su bufanda era
la única vía de escape. Ahora la red que apretó su angustia con crueles
mensajes anónimos, se rebela: #ioportoipantalonirosa (yo llevo los
pantalones rosa). Demasiado tarde.
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