Henrique Capriles Radonski es, oficialmente, el candidato de la oposición para hacer frente a Hugo Chávez en las elecciones presidenciales de octubre. El autor del análisis se adentra en su figura y en su aparente «cambio» de discurso para arañar votos. |
Dentro de esta
estrategia, además de popularizar globalmente al candidato de la derecha
y del capital transnacional, se realizó una operación de maquillaje y
marketing comunicacional agresivo: travestir ideológicamente a Henrique
Capriles Radonski, convirtiéndolo de la noche a la mañana en un político
«progresista». Los informativos de diferentes cadenas lo caracterizaron
como «progresista», político de «centro-izquierda» y «admirador de
Lula». De esta manera, la mentira global ya está construida y solo habrá
que repetirla incansablemente.
Pero lo realmente relevante es el
perfil que se ha ido construyendo el propio Capriles en los dos o tres
últimos años. De la defensa de postulados netamente neoliberales ha
pasado a asegurar que su «modelo es el de Lula». El discurso pronunciado
tras su victoria, entre un grupo selecto de la elite caraqueña en una
de las urbanizaciones de lujo de la capital, es paradigmático en este
sentido: se autodefinió como «progresista».
Este giro en la
narrativa de la derecha se ha producido por una razón fundamental: la
victoria ideológica, en términos de conciencia colectiva, de un proyecto
de transformación de carácter popular, inclusivo, redistributivo,
antineoliberal, participativo y comunitario.
Reivindicar el
liberalismo y la derecha es hoy día en este país un ejercicio de
imbecilidad estratégica si se pretenden ganar unas elecciones. Por eso
triunfó Capriles en las primarias (1,8 millones de votos), frente al
perfil ultra de María Corina Machado (poco más de 100.000), a quien
nadie olvidará sentada junto a George Bush en la Casa Blanca, uno años
atrás. Por eso también derrotó a su más directo contrincante, Pablo
Pérez (867.000 sufragios), representante de la vieja partidocracia
cuartorrepublicana de AD y COPEI. Capriles aparece como el muchacho
joven, «moderado» y con «ideas frescas» que pretende tumbar a Chávez.
Su
habilidad para no criticar constantemente a Chávez (con una importante
popularidad según las encuestas: entre el 55% y el 60%), y, sobre todo,
su promesa de que mantendrá los exitosos programas sociales del
Gobierno, evidencian su apuesta por un perfil «centrista» y corroboran
la derrota del relato de corte neoliberal y proimperial.
¿Pero
quién es, realmente, Henrique Capriles Radonski? Para empezar un
individuo muy alejado de posturas «progresistas» o de
«centro-izquierda». En segunda instancia, un muchacho proveniente de una
familia judía, burguesa y propietaria de empresas importantes en el
país, tanto en la rama de los medios de comunicación (la poderosa
corporación mediática Cadena Capriles) como en la industria del
entretenimiento y en el sector inmobiliario.
En su juventud, fue
además miembro de un grupo ultracatólico y de extrema derecha denominado
Tradición, Familia y Propiedad. Sus primeros pinitos políticos los hizo
en la derecha tradicional venezolana, en COPEI, cuando fue elegido
diputado al extinto Congreso Nacional en las elecciones de 1998, que
ganó Chávez por primera vez. Consciente de que el bipartidismo no tenía
futuro, fundó en 2000 junto a otro ultra (Leopoldo López) el partido
Primero Justicia, un proyecto que pretendía sustituir a la partidocracia
y representar al capital nacional e internacional, pero proyectando una
imagen de derecha moderna y avanzada. La financiación de la CIA a
través de la National Endowment for Democracy y el apoyo de sectores
empresariales no fue suficiente para convertir a este nuevo partido en
el referente de la oposición anti-Chávez.
En el golpe de Estado
de abril de 2002, Capriles Radonski se destacó no solo por su apoyo
expreso a la asonada militar-empresarial, sino también por su
participación activa como dirigente de la agresión contra la Embajada de
Cuba en Caracas. Su perfil anticomunista quedó descubierto en el
intento violento de tomar la delegación diplomática cubana. La imagen
del actual candidato junto a militantes de extrema derecha intentando
cortar la luz y amenazando con privar de alimentos a las personas que se
cobijaban en su interior, lo retrató descarnadamente. Aquel «se van a
tener que comer las alfombras», pronunciado por uno de sus
correligionarios ante las cámaras, quedó para la posteridad.
En
el contexto del golpe, Capriles fue también cómplice del
secuestro-detención del ministro de Interior y Justicia Ramón Rodríguez
Chacín y del allanamiento ilegal contra su vivienda. Ahora, una década
después, lo camuflan de «progresista» para que sea un candidato más
digerible para un porcentaje de población, nada desdeñable, que se ubica
en la franja de los denominados Ni-Ni (Ni Chavista - Ni de oposición).
En
términos de carisma político y visión estratégica, Capriles está a años
luz del experimentado presidente Chávez. Su baza fundamental, más allá
de la mayor o menor eficacia de su operación de imagen, será confiar en
que el chavismo cometa algún error importante en estos meses que restan
hasta la cita de octubre y que el mayor riesgo del bolivarianismo se
repita: el aumento de la abstención por el descontento o el cansancio.
La
mayoría de las encuestas dan a día de hoy a Chávez como ganador de las
presidenciales, pero la fiabilidad de estas, en los 3 o 4 últimos años
es muy limitada, ya que se ha comprobado que hay un porcentaje de voto
opositor que suele quedar oculto. Aún queda mucho tiempo para hacer un
pronóstico sólido y para saber si, finalmente, las y los venezolanos
terminarán «comiéndose las alfombras» o renovando su apoyo a la
Revolución Bolivariana y a su proyecto de cambio nacional-popular.
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