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lunes, 1 de agosto de 2011

San Basilio, 450 años a todo color






Don Quijote la habría confundido con un gigante moro de nueve cabezas con sus nueve turbantes. Y no le habría faltado razón al loco hidalgo. De hecho, poco o nada habría podido objetar Sancho Panza para convencer a su amigo y señor qué una construcción tan poco sobria, exuberante y carnavalesca es en verdad una iglesia como Dios manda.

La Catedral de San Basilio, orgullo de la arquitectura ortodoxa, simbiosis de repostería y de ladrillo, además de icono universal de Rusia, acaba de cumplir 450 años con muy buen color. No pasan los siglos por ella.

Tras someterse durante diez años a un acicalado que le ha devuelto todo su colorido, San Basilio celebra su 450º aniversario con la ventaja de llevar la tarta de cumpleaños estampada en la fachada, compactada por espirales de nata montada y sirope de todos los colores (las velas las lleva por dentro). "Delirio de un pastelero borracho" la llamó el arquitecto Le Corbusier.

En 1561 se concluyó su contrucción, que fue ordenada por el zar Iván IV 'El Terrible' para conmemorar la caída del bastión tártaro de Kazán (la alucinación quijotesca de las cabezas moras quizá no sea tan descabellada). Testimonio de aquella época gris, San Basilio se erige desde entonces a todo color como el espejismo delirante de un peregrino goloso que hubiera recorrido Siberia a pie durante ocho meses si un mal cornete que llevarse a la boca.

Cuando la catedral de San Basilio quedó inaugurada en 1561, Cervantes tenía 13 años, Felipe II trasladó la corte a Madrid, las tropas españolas empezaron a retirarse de Flandes y Góngora tuvo a bien nacer. En Rusia reinaba a sus anchas Ivan 'El Terrible'. Aunque no se sabe si lloró ante tanta cebolla, lo que sí recoge la leyenda es que el zar ordenó sacarle los ojos a Barma y Postnik, los arquitectos de San Basilio, para que no pudieran levantar otra belleza semejante.

Antes de verla en la Plaza Roja de Moscú, creo que la primera vez que me cegó su geometría lúdico-festiva fue a mediados de los años 80, en una sala de recreativos de mi barrio, ante la pantalla de presentación del videojuego Tetris, ese rompecabezas multicolor de piezas en caída libre, cuya intrigante sencillez conecta de alguna forma con la belleza icónica de esta catedral caleidoscópica.

Por fuera San Basilio parece un brote natural, un manojo de bulbos de origen alienígena como caído del cielo, pero en su interior oculta un intrincado laberinto, donde el visitante se pierde en medio de capillas interconectadas por pasillos y escaleras culebreantes. Mientras su exterior es imborrable, su interior resulta imposible de recordar sin un mapa y un ovillo de hilo.

Como por arte de chuchería, sus cúpulas blanquiazules y rojiblancas se elevan como pegotones generosos de pasta dentrífica junto a esa encía roja que es la muralla almenada del Kremlin. La catedral tiene un toque Disney que no puede con él. Los novios recién casados posan con gesto acaramelado ante su fachada dulzona, emparentada con la casita de pan de jengibre, pastel y azúcar que se comen Hansen y Gretel.

Con sus nueve exprimidores de colores apuntando al cielo, San Basilio parece una máquina delirante diseñada por Alfanhuí y el Gallo de Veleta para sacarle el jugo a las nubes y a las puestas de sol. [Sobra decir que el Gallo de Veleta le habría dado a Iván IV uno de sus ojos -que en verdad es "un ojo solo que se ve por las dos partes"- por parapetarse en cualquiera de las nueve cúpulas de San Basilio].

Nunca un recinto de iconos fue tan icónico por dentro como por fuera. En sus 'Cartas de Rusia' el marqués de Custine (1790-1857) se muestra azorado, confuso y exultante cuando intenta describir la catedral como "una cristalización de mil colores... escamas de peces dorados, pieles de serpiente extendidas sobre montones de piedras, cabezas de dragón, corazas de lagarto, ornamentos de altares, vestimentas de clérigos...".

Como si en un arrebato de locura su arquitecto se la hubiera sacado de la manga (de la manga pastelera) saltándose todos los cánones de la arquitectura religiosa, San Basilio tienta al observador con sus curvas: nuestros ojos ruedan hacia sus nueve torrecillas como hacia una pila de bolos multicolor. Sus nueve brocas le buscan las cosquillas al poeta, retándole a crear asociaciones y metáforas de todos los colores: tientan su 'lengua' como helado de nueve bolas.

Presa del embrujo de sus nueve cúpulas nervadas en espiral (que contempladas desde lo alto deben de hipnotizar como ojos de boa Kaa) el escritor y viajero británico Colin Thubron describió la catedral de San Basilio en su libro 'Entre rusos' (1983) como "una obra de campesinos alucinados, una prueba de malabarismo petrificado en que todas las bolas están simultáneamente en el aire". Según Thubron "la catedral parece un brote orgánico, una planta fantástica de las estepas que no se yergue de manera alguna en dirección al cielo, sino que está patas arriba agitando los bulbos y las raíces en el humus azul del cielo". Ramón Gómez de la Serna habría enloquecido ante tamaña fábrica de greguerías. Si fuera de juguete sería más creíble.

Erigida sobre la tumba del profeta loco Basilio, el único que osaba decirle las verdades a la cara al zar, la catedral ha sobrevivido al ansia demoledora de todas las épocas.

Los primeros líderes soviéticos estuvieron a punto de derribarla porque -decían- bloqueaba el paso a los desfiles militares: el burbujeo colorista de San Basilio no cuadraba con la monocromía cuadriculada del estalinismo. De hecho, frente a las frías 'tartas de boda' de Stalin (las siete moles neogóticas que 'sostienen' el cielo de Moscú), San Basilio se erige tornasolada y flameante como salida del cruce de un árbol de Navidad, un castillo hinchable y el sombrero frutal de Carmen Miranda (verán que hay una cúpula verde que no renuncia a ser sandía).

La catedral sobrevivió a Stalin, aunque si hacemos caso a la leyenda urbana, habría que decir que sobrevivió ‘gracias a Stalin’: se cuenta que durante una reunión dedicada a la reconstrucción de Moscú, Beria retiró la maqueta de la catedral de San Basilio de un plano de la ciudad, gesto que hizo estallar al dictador: "¡Pongala en su sitio, perro!".

Hoy, durante los Desfiles de la Victoria, los tanques de color verde lagarto se arrastran a su lado como avergonzados, desviándose a su derecha tras cruzar la Plaza Roja, como ante un semáforo posmoderno de discos inexcrutables.

Su voluptuosidad de falla Valenciana también tentó a Napoleón, que ordenó volar San Basilio durante su toma incendiaria de Moscú en 1812. Sin embargo, un oportuno torrencial redujo su plan a papel mojado: las mechas previstas para su voladura quedaron inutilizadas.

Por su capacidad de supervivencia frente a los regímenes apisonadores, siempre he creído ver en San Basilio esa afloracion del genio artístico del pueblo ruso, que surge como por generación espontánea en las condiciones políticas más adversas, como un manojo de setas exóticas aparecido de a noche a la mañana bajo las narices del poder (una característica también aplicable en cierta medida a la historia cultural de España).

Hace unos años saltaron a la prensa rumores sobre el supuesto riesgo de desplome que se cernía sobre la catedral debido a las obras cercanas de demolición del hotel Rossia. Los más agoreros vislumbraban ya la imagen apocalíptica de la catedral despiezada, con sus ladrillos de colores descomponiéndose como piezas de Tetris en su caída a los abismos... Pero aquel mal augurio nunca se cumplió y sus cúpulas de esencia mora (por frambuesa) siguen apuntando al humus del cielo para deleite de locos y extraños.

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