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sábado, 4 de diciembre de 2010

Voces que suenan a poco


Ahora que el frío y el invierno ya han llegado, cuando los voceríos de grullas, gansos y demás bandadas empiezan a sedimentarse en sus áreas de invernada, en el paisaje sonoro sólo quedan el silencio y algunas pequeñas cosas.

Pequeña es la voz de los petirrojos, tan líquida y melódica en épocas de canto y reducida ahora a unos chisporroteos para mantener el contacto entre ellos.

Pero en esto de pespuntear el silencio los petirrojos no están solos. Una tarabilla reclama en un arbusto y se enzarza a chasquidos con un chochín. Por detrás de lo pequeño, lo más grande, el mar junto a los prados costeros en las islas Cíes.

En los pinares de las sierras, bajo el vuelo de las copas de los árboles, se escucha el vacío. A veces pasan los bandos de aves forestales, los siseos de los mitos y los carraspeos de carboneros y herrerillos. Charlotean los zorzales charlos. Un pulso, agudo como un alfilerazo, taladra el tímpano: un reyezuelo listado. Pero en el fondo no hay nada. Tan sólo una corneja grazna a lo lejos y subraya el vacío de los pinares de Cazorla.

Por los campos abiertos, los mismos que de día y de noche se llenan con los gangueos de las bandadas dispersas de gansos silvestres en paso, deambulan los bandos de fringílidos, jilgueros y pardillos en busca comunal de cardos y demás fuentes de alimento. En un poste silba una cogujada. A veces reclama un triguero. Pero el horizonte está muy lejos en los campos de Aragón. De nuevo, la llamada de una corneja dibuja una línea sonora en lontananza.

También en las riberas, a medida que el caudal del agua sube con las lluvias y nevadas, la actividad sonora baja. Entre las marañas no queda casi nada de los jolgorios pasados, salvo el crepitar de un grupo de lavanderas blancas en torno a un dormidero, en el valle del Eresma.

Con el frío hasta la poderosa voz de los mirlos se queda en poca cosa. Aunque a tenacidad no hay quien les gane. Toda su melodía se convierte en unos reclamos metálicos, como un martilleo agudo y penetrante que no cesa. Pero no son los únicos. Poco a poco el día toca a su fin en los hayedos de Valdeón. Los petirrojos, hinchados, convertidos en pequeñas bolas de pluma para conservar mejor el poco calor que son capaces de generar, prolongan la búsqueda de alimento entre las ramas hasta que el frío y la falta de luz pongan fin a la faena.

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