Ahora que el frío y el invierno ya han llegado, cuando los voceríos de grullas, gansos y demás bandadas empiezan a sedimentarse en sus áreas de invernada, en el paisaje sonoro sólo quedan el silencio y algunas pequeñas cosas.
Pequeña es la voz de los petirrojos, tan líquida y melódica en épocas de canto y reducida ahora a unos chisporroteos para mantener el contacto entre ellos.
Pero en esto de pespuntear el silencio los petirrojos no están solos. Una tarabilla reclama en un arbusto y se enzarza a chasquidos con un chochín. Por detrás de lo pequeño, lo más grande, el mar junto a los prados costeros en las islas Cíes.
En los pinares de las sierras, bajo el vuelo de las copas de los árboles, se escucha el vacío. A veces pasan los bandos de aves forestales, los siseos de los mitos y los carraspeos de carboneros y herrerillos. Charlotean los zorzales charlos. Un pulso, agudo como un alfilerazo, taladra el tímpano: un reyezuelo listado. Pero en el fondo no hay nada. Tan sólo una corneja grazna a lo lejos y subraya el vacío de los pinares de Cazorla.
También en las riberas, a medida que el caudal del agua sube con las lluvias y nevadas, la actividad sonora baja. Entre las marañas no queda casi nada de los jolgorios pasados, salvo el crepitar de un grupo de lavanderas blancas en torno a un dormidero, en el valle del Eresma.
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