Hace un año tenía todo el poder en Egipto.
Ayer, se hallaba peor incluso que durante los largos años de
silenciamiento y represión que acabaron con la caída del régimen de
Hosni Mubarak. La sociedad de los Hermanos Musulmanes se asoman a la
clandestinidad más absoluta, perseguida por el gobierno, acosada en sus
mezquitas, con sus líderes encerrados o desaparecidos, tildada
formalmente por el gobierno de Egipto de enemigo a derrotar. Como
culminación a un largo proceso de acoso y derribo, tras el golpe de Estado
que el 3 de julio acabó con un año de gobierno islamista, el primer
ministro de Egipto reveló este sábado que ha propuesto la disolución
legal de la hermandad. La clandestinidad es, sin embargo, el medio
natural de esa sociedad islámica. En ella vivió durante más de medio
siglo, y por ella se reforzó hasta llegar al poder.
Fue Hazem Beblaui, primer ministro interino de Egipto, quien
recomendó recientemente a su ejecutivo la disolución legal de la
hermandad, según reveló este sábado su portavoz. “El gobierno está
estudiando la idea”, dijo Sharif Shauki. “La reconciliación es solo para
aquellos cuyas manos no estén manchadas de sangre”, añadió. Es una idea
que posteriormente evocó el asesor estratégico de la presidencia
Mustafá Hegazy, quien dijo en conferencia de prensa que Egipto ha
quedado ahora “unido frente a un enemigo común”, en referencia a unos
islamistas que, según añadió, “han creado un eje de terror, instigando
violencia”. “Nos enfrentamos a una guerra iniciada por extremistas que a
diario cometen actos de terrorismo”, añadió.
Preguntado por la posibilidad de prohibir la hermandad, como ya
hiciera el presidente Gamal Abdel Nasser en 1954, Hegazy respondió: “No
se trata de disolverlos, sino de legalizarlos de acuerdo con las leyes
egipcias”. Es cierto que durante décadas, la hermandad operó en la sombra,
acallada por Nasser y luego por Anuar el Sadat y Hosni Mubarak. Con las
revueltas de 2011, sin embargo, creó su propio partido, Libertad y
Justicia, y el 21 de marzo se registró formalmente como organización
caritativa, después de que un juzgado hubiera recomendado su disolución
ateniéndose a la prohibición de los años de Nasser. Hegazy obviaba ese
registro, e insinuaba con sus declaraciones que, para el gobierno, las
cofradía es todavía ilegal.
El acoso a la hermandad es hoy por hoy mucho mayor, más público y más
organizado que en las décadas de regímenes autoritarios de la historia
reciente de Egipto. Después de que unos miembros de la cofradía
intentaran matarle a tiros, Nasser mandó ahorcar a seis de ellos, y
encarceló a miles. Hoy, desde el golpe de Estado consumado el 3 de
julio, han muerto ya más de 1.000 personas, en su mayoría en cargas
militares contra islamistas. Entre los fallecidos se halla Ammar, el
hijo del líder supremo de la hermandad, Mohamed Badie,
que fue disparado el viernes en una concentración en la plaza Ramsés de
El Cairo. En el desmantelamiento de los campamentos, el miércoles,
falleció, junto a otras 600 personas, Asma, la hija del vicepresidente
del partido Libertad y Justicia, Mohamed Beltagy.
Líderes como Jariat el Shater, el influyente número dos de la
hermandad, han sido detenidos. En paradero desconocido, bajo custodia
militar, se encuentra el presidente depuesto, Mohamed Morsi,
y su círculo más cercano de colaboradores. La fiscalía le acusa de
haber conspirado con organizaciones islamistas extranjeras, como el
grupo palestino Hamas, para urdir su escape de prisión en 2011, en los
últimos días de régimen de Mubarak. Además, el nuevo gobierno interino
de Egipto ha congelado los fondos de numerosos líderes de la hermandad, y
a buena parte de ellos les ha prohibido abandonar el país.
Es un cerco en toda regla. Pero a los Hermanos Musulmanes esta
situación les resulta de todo menos desconocida. “Desde luego no es algo
que nos venga de nuevas. Los Hermanos Musulmanes sabemos cómo movernos
en la clandestinidad, bajo la represión de gobiernos autoritarios. Es
nuestra zona de confort. Hemos vivido así durante muchos, muchos años”,
explica el portavoz de la cofradía, Gehad el Haddad. “Pero esto ya no es
sólo un problema que afecte a la hermandad. Es mucho mayor. Es un
problema de legitimidad de un gobierno golpista, que busca erradicar
cualquier oposición. Nosotros no callaremos hasta que se restaure la
libertad, la democracia y la justicia”, añade.
La capacidad de resistencia de los Hermanos Musulmanes se ha forjado
en sus muchos años en la sombra, durante los que crearon una sólida red
de asistencia social, educativa y médica, organizándose en mezquitas y
universidades, creando una estructura compuesta de células
independientes, donde las bases tienen poca información de lo que sucede
en los escalafones más elevados. Ese secretismo, impuesto durante
décadas, perjudicó a estos islamistas cuando llegaron al poder, poco
acostumbrados a la transparencia y a rendir cuentas ante el grueso de la
población, a la que gobernaron durante poco más de un año, tras ganar
las primeras rondas electorales a las que se presentaron tras la caída
de Mubarak.
“Esa cultura de sufrimiento, de sobrevivir a la represión, de
permanecer fuertes en estos tiempos de adversidad, le es familiar a la
hermandad. Parece que regresan a su narrativa de permanecer fuertes, de
ser fieles a su ideario y a sus principios, de no perder terreno y no
llegar a compromisos con los nuevos gobernantes porque eso, para ellos,
según su versión, supone aceptar la legitimidad de un golpe de estado
que ven como algo ilegítimo”, explica Carrie Wickham, profesora en la
universidad norteamericana de Emory, que ha estudiado la hermandad
durante 23 años. “Si hay algo positivo de esta situación es ver cómo la
hermandad se aferra a ideas como la legitimidad o la democracia, no
actúan como ayatolás o talibanes, tratando de imponer la sharia (ley
islámica)”.
Hasta hace sólo una semana, en el campamento alrededor de la mezquita
de Raba al Adauiya, en El Cairo, resistía la cúpula de los Hermanos
Musulmanes, apartada del poder, pero reforzada por el apoyo brindado por
miles de islamistas, cuya presencia les servía de refugio. A diferencia
de en los años de Mubarak, los islamistas aparecían desafiantes. Se
resistían a volver a ser acallados, a regresar a la sombra. Pero las
cargas recientes del Ejército, con al menos 700 muertos desde el
miércoles, les han vuelto a hundir en un silencio que para ellos puede
ser doloroso, pero no desconocido.
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