Es la misma canción de los últimos veranos en Francia.
En cuanto llega el calor, los gitanos franceses —entre 400.000 y
600.000, según las últimas estimaciones oficiales— se suben a sus
caravanas y empiezan a circular por el país para visitar a sus primos,
vender sus productos en los mercados de las costas y / o peregrinar con
las misiones de la Iglesia evangelista. Los gitanos justifican así
durante unos meses su falsaria y romántica denominación oficial de gens de voyage
(gentes de viaje o pueblo nómada, aunque cada vez menos gitanos o
manouches lo son), y los políticos aprovechan para entrar en pánico y
dar rienda suelta libre al odioso —pero electoralmente muy rentable—
discurso antigitano.
Este año, el gatillo de la polémica estival lo ha apretado el alcalde de Niza, Christian Estrosi, un barón de la conservadora Unión por un Movimiento Popular (UMP) que compite en populismo con el Frente Nacional
(FN), siempre pujante en esa adinerada zona del sureste país. Hace unos
días, Estrosi exhortó a los alcaldes de Francia a hacer lo que hace él:
“mater” (una palabra que se puede traducir por domar, reprimir,
desalojar, pero también por matar) a esos “delincuentes” que instalan
sus caravanas en terrenos ilegales. El alcalde añadió: “Son unas
caravanas grandes y bonitas, (…) los franceses necesitarían una vida
entera para poder pagárselas”.
Furioso porque un grupo de gitanos (franceses) había acampado en un
campo de fútbol municipal cuando una etapa del Tour iba a llegar a Niza,
Estrosi debió de recordar que falta menos de un año para las elecciones
municipales y aprovechó para igualar la artillería racista lanzada unos
días antes por Jean-Marie Le Pen. El fundador del FN comentó que había
detectado la presencia “urticante y digamos… odorífera” de los gitanos, y
alertó contra la “inminente llegada de 50.000 de ellos a Niza”.
Le Pen y Estrosi desataron la indignación de algunos dirigentes de la
mayoría socialista, mientras SOS Racismo denunciaba al alcalde en los
tribunales por “incitación al odio racial”, y la marea del odio se desplazaba hasta la costa atlántica,
donde dos munícipes, uno de la UMP en el Loira y otro socialista de
Normandía, amenazaron con dimitir si los gitanos no se iban enseguida de
sus pueblos.
Mientras, en otras esquinas del Hexágono, regidores y prefectos
aprovechaban el principio de las vacaciones escolares para desmantelar
los campamentos de gitanos rumanos y búlgaros (se calcula que hay 15.000
en total) que no habían podido clausurar antes porque algunos niños
estaban escolarizados y la ley se lo impedía.
La deriva ha coincidido con una nueva amonestación del Consejo de
Europa a París por el tratamiento dado a los gitanos, especialmente en
la “fracasada escolarización” de los menores, y con la publicación del
desolador informe anual de la ONG Romeurope, que afirma que la comunidad
romaní se topa en Francia con “dificultades múltiples y sistemáticas”.
Entre otras, “desalojos repetidos, expulsiones, y [restricción del]
acceso a los derechos fundamentales [vivienda, sanidad, trabajo, escuela
y derechos sociales]”.
Las asociaciones alertan además de que la violencia contra los
gitanos no deja de aumentar. En el primer trimestre de 2013, más de
4.000 personas fueron desahuciadas de sus precarias viviendas, y una
cuarta parte tuvo que hacerlo a toda prisa porque sus campamentos fueron
atacados o incendiados, según la Asociación Europea por los Derechos
Humanos. Como pasó en Nápoles en 2008, la tarea se reparte entre los
ciudadanos de a pie (1.007 desplazados por ataques de vecinos), la
policía (2.873) y las órdenes de repatriación (272).
Ante el regreso del ruido y la furia, los especialistas vuelven a
analizar las causas de esta atmósfera digna de los años treinta y
recuerdan que las intimidaciones políticas, el hostigamiento policial,
las leyes especiales, los desalojos forzosos y las expulsiones de masa
que sufre —desde hace cinco siglos— la minoría gitana son una socorrida
pero arriesgada forma de desviar la atención de las crisis reales, una
manera de estigmatizar a la comunidad más desprotegida de la escala
social para poner el (falso) foco de la política en el orden, la
seguridad y la identidad.
Según ha explicado el antropólogo Michel Agier en una entrevista con
el periódico digital Mediapart, “la responsabilidad de las élites
políticas en la segregación de los gitanos traduce la voluntad de
designar a una comunidad para colocarla definitivamente al margen de la
sociedad y los derechos. Al señalar a los gitanos, el Estado los sitúa
en cierta forma fuera del Estado para descargarse de su responsabilidad
de integrarlos”.
Esa tentación aqueja tanto a la derecha como al centroizquierda. La
diferencia está sobre todo en el tono y el matiz del discurso. El ministro del Interior, Manuel Valls,
que desde que llegó al cargo ha calcado e incluso superado la política
de desalojos y expulsiones de su antecesor de derechas, Claude Guéant,
ha censurado las brutales palabras de Estrosi y le ha exigido más
sensibilidad republicana, criticando su confusión entre los gitanos
rumanos y las gens de voyage, que “en su gran mayoría”, ha recordado,
“son franceses”.
Curiosamente, la respuesta del Estado francés ante el radical
sentimiento de libertad del pueblo gitano consiste en una invención
lingüística y jurídica: llamarlos de otra forma para evitar su
marginación. Desde 1969, a los gitanos nacionales se les incluye en el
estatuto administrativo gentes de viaje. En teoría, la fórmula no
designa a una cultura o una población que comparte valores comunes, sino
a todos aquellos que viven en caravanas. Pero los viajeros estaban
obligados a usar unos permisos especiales de circulación que
especificaban su etnia, origen y rasgos físicos. El Consejo
Constitucional decidió que esos carnés eran inconstitucionales en
octubre pasado.
De visita en Nîmes, una de las ciudades más gitanas de Francia, el
ministro Valls declaró ayer en el diario Midilibre: “Amo la cultura
taurina y gipsy (gitana, en inglés)”. Además, anunció que este miércoles
enviará al Parlamento una ley que acelerará los procedimientos de
expulsión de los viajeros que ocupen terrenos ilegales, y “quizá”
castigará con más dureza a las alcaldías que no habiliten áreas legales
de aparcamiento. Desde 1990, la ley obliga a los ayuntamientos a
construir pequeñas áreas de acogida y otras más grandes de paso para los
viajeros. Aunque la norma se reforzó en 2000, solo el 40% de los
municipios franceses la aplican. El pastor evangelista gitano Didier
Keguelin ha dicho que si “la ley actual se respetara al 95%, no habría
el menor problema”.
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