El Bermúdez abandona el puerto de Barbate a las seis de la mañana,
haciendo el ruido de una cafetera. En su cubierta se distingue a una
veintena de hombres, sombras brumosas bajo la luz anaranjada del muelle a
las que se va comiendo la negrura a medida que la embarcación se aleja.
Arrastra dos pequeños cascarones de madera sin motor tras de sí,
desplegando una estela como un abanico. Son los primeros en zarpar. Poco
después los seguimos a bordo del Frialba 1, “la testa” de la almadraba,
así llaman a esta otra barcaza con grúas en la cubierta donde una
decena de pescadores somnolientos esperan el alba apoyados en la
baranda. El patrón fija el rumbo “hacia la lucecita de Camarinal” y al
dejar atrás la bocana nos golpea una brisa fría de finales de mayo.
Navegamos junto al Reina Cristina, un misterioso buque frigorífico con
bandera panameña y tripulación japonesa del que nadie quiere hablarnos
demasiado. Lo perdemos de vista y nuestros hombres andan ya a otra cosa:
–¿A qué hora llega la marea, pare?
–A las ocho y cuarto, colega.
Los pistones ronronean bajo las suelas y la testa avanza sobre unas
aguas de bronce en busca de ese instante al que llaman “el reparo”, una
tregua entre el ascenso y el descenso del mar, cuya calma permite faenar
evitando las corrientes del Estrecho. El rostro de Antonio Lozano, de
45 años, se ilumina cuando chupa del cigarrillo y nos muestra las
primeras boyas de la almadraba, de color rosa chillón. “La rabera de
tierra”, indica hacia la hilera de bolas que fosforescen en dirección a
la costa española. A unos tres kilómetros, entre la bruma, se distingue Zahara de los Atunes,
localidad que da nombre a esta almadraba. Bajo las boyas, una red
vertical fijada al fondo mediante anclas de 400 kilos y tensada por
infinidad de pesas de plomo bloquea el paso de los atunes más gruesos.
No hay más secretos. Una almadraba abarca tanto como se extienden sus
dos raberas. Una de las extremidades se estira hacia la costa gaditana;
la otra, la “rabera de fuera”, se despliega en dirección a Marruecos.
Son, digamos, los brazos de la trampa; calados de tal forma que
aprovechan la inercia de los atunes para guiarlos a su muerte.
El día antes de zarpar, Rafael Gomar, uno de los pescadores más
experimentados de la almadraba de Zahara, nos explicó de manera sencilla
el artilugio: “El pescado viene y encuentra una pared. El instinto del
animal ¿cuál es? Tirar para el Mediterráneo. Entonces se mete en el
cuadrillo. Enfrente ve otro hueco, y eso ya es la boca de la almadraba”.
A menudo se compara la trampa con un complejo laberinto. En realidad se
trata de una sucesión de estancias con paredes de malla y cuyo parecido
con el sistema digestivo resulta notable. Aparte de boca, hay un buche,
por ejemplo, y los atunes nadan de una cámara a otra a través de
cavidades por las que pueden avanzar, pero no volver atrás. La última
estancia es un recinto sin salida con forma de saco. “Como un calcetín”,
nos contó Rafael mientras el sol de la tarde caía sobre el paseo
marítimo de Barbate y él esbozaba la almadraba en una servilleta de
papel. Enfrente se veía el cabo de Espartel, al otro lado del Estrecho.
Por este cuello de botella, donde los griegos fijaron las columnas de Heracles
y el fin del mundo conocido, han entrado atunes desde que existe
memoria, y también desde entonces los hombres han tratado de atraparlos.
Se sabe que los fenicios que arribaron a la Península ya se alimentaban
de los grandes peces de cola azul. En el golfo de Cádiz se suele decir
que la almadraba tiene “tres mil años de historia”. De la época romana
quedan textos que detallan un arte de pesca muy similar al de hoy cuya
técnica se repetía desde el mar Ibérico hasta la isla de Trinacria (hoy
Sicilia). Los cardúmenes se divisaban desde un enclave elevado. El vigía
daba la voz. Y al grito comenzaba la captura. Así lo contó Oppiano de
Anazarbo en su Halieutica, un poema del siglo II: “Inmediatamente se
despliegan todas las redes a modo de ciudad entre las olas, pues la red
tiene sus porteros, y en su interior, puertas y más recónditos recintos.
Rápidamente los atunes avanzan en filas, como falanges de hombres que
marchan por tribus”. Hoy, las redes de cada almadraba –quedan cuatro en
España, todas frente al golfo de Cádiz, en Conil, Barbate, Zahara y
Tarifa; pero llegaron a existir 14 en 1919– se calan todos los años en
el mismo punto. En febrero se despliegan las mallas en tierra, se unen y
se atan tal cual quedarán luego en el agua. Se doblan y se llevan al
caladero, y allí vuelven a desplegarse. La tarea dura 40 días.
Con la primera claridad, Carlos, al que apodan El Gitano por una
mítica juerga flamenca en Ca Presenta, la taberna de los almadraberos,
se calza unos escarpines de goma y se viste con un mono impermeable
naranja sobre el neopreno. Tiene el cuerpo de un yóquey. El pelo cano.
Él es de los que se lanzan a batirse con los pescados moribundos en el
agua. Sonríe con su rostro tostado: “Cuando el atún se queda sin agua,
empieza a coletear. Sus vais a mojar”. De pronto, todos los hombres del
Frialba se encuentran vestidos con el mismo mono y el océano se ha
teñido con escamas de plata. Aún no ha asomado el primer rayo. El patrón
del Frialba maniobra para colocar la proa mirando a Zahara, en la
cabeza de la almadraba. La testa. Frente a nosotros, en la superficie
del agua, las bolas rosas flotan trazando el esquema que Rafael había
esbozado en la servilleta. El cuadro, así se llama, recuerda a una pista
de aterrizaje de noche. Una lancha nos recoge y nos lleva al otro
extremo, hasta “la sacada”, una embarcación que flota entre el buche
(donde se encuentran ahora los atunes) y el copo (donde en breve
comenzará la escabechina). La primera operación consiste en hacer pasar
los peces de la primera a la segunda. En la cubierta de la sacada se
encuentran los hombres que vimos alejarse en el puerto a bordo del
Bermúdez. Hay lío de cabos, berridos y todo el mundo parece ir de un
lado a otro con una misión. Entre la danza coral, descubrimos que la
media de edad de estos almadraberos es elevada, quizá roce los 50 años.
Entre ellos divisamos al capitán, vestido de azul oscuro, con visera y
un bigote grueso. Da instrucciones con un silbato. Serio y circunspecto,
tiene el aire de un entrenador de fútbol. De él solo sabemos en ese
momento que se llama Pepe. Suficiente. Pepe mira hacia poniente. Hay
cuatro buzos en el agua. Tres botes sobre el buche. Toca el silbato y
los hombres de una de las barquitas despliegan una red llamada “atajo” y
se la lanzan a los compañeros de la barquita de enfrente. Con ella van a
intentar empujar los atunes hacia el copo. La jornada anterior les
acabó pillando el cambio de marea antes de lograrlo.

El atún rojo del Atlántico es el más rotundo de los túnidos. Una
bestia marina sin escamas, tersa y escurridiza como una pastilla de
jabón, capaz de alcanzar los 80 kilómetros por hora y de sumergirse a
mil metros. Es quizá el pez que mejor regula su temperatura corporal. Su
sangre soporta aguas de entre 3 y 30 grados. La población del Atlántico
Este suele trazar un círculo contrario a las agujas del reloj y después
penetra en el Mediterráneo para desovar en las aguas cálidas de las
islas Baleares, Sicilia y Chipre. Cruzan el golfo de Cádiz “con la
última luna de abril o la primera de mayo”, dice el saber popular. Y la
temporada de pesca apenas dura un par de meses. Algunos vienen del norte
de Europa, otros llegan desde Canarias. Y tras el desove regresan al
Atlántico en busca de alimento.
A los tres años, un atún rojo ya mide un metro y pesa 20 kilos. Pero
vive más de 30 años y supera con facilidad los dos metros y los 200
kilos. Para que nos hagamos una idea, los que se pescan en las
almadrabas gaditanas suelen rebasar el peso y la talla de Shaquille
O’Neal, aquel pívot inmenso de la NBA (2,16 metros, 150 kilos). El mayor
jamás registrado alcanzó los 3,30 metros y marcó 726 kilos en la
báscula. No es un pez agresivo. Pero un coletazo suyo cuando se ve
acorralado y hacinado y oliendo su propia muerte entre las mallas te
puede dejar sonado. Y en eso consiste el clímax de la almadraba, palabra
de origen árabe que significa “el lugar donde se golpea”.
“¡Iza!”, repiten los hombres, y tiran de los cabos para levantar la
portezuela y aislar el copo. Asomados hacia levante, como si fuera un
balcón, exclaman: “¡Están dentro! ¡Venga, que se nos va la marea!”. Las
aguas se revuelven como si estuvieran vivas. Uno de los almadraberos,
con la nariz gruesa y picada, levanta el dedo índice: unos mil, calcula.
Quizá más, parece decir con el rostro iluminado. Todos los pescadores
recuerdan cómo fue su primera levantá y hablan de aquellos tiempos sin
restricciones de pesca, cuando levantaban un millar de atunes de una
tacada. Hoy lo que extraigan del mar depende de lo que se negocie en los despachos de Madrid y Bruselas,
y esto a su vez varía en función de la cuota que fije la Comisión
Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (ICCAT). El dato
final se traduce en cierta sensación de derrota, cuando el capitán da la
orden de devolver al buche los atunes que no pueden llevarse. La
“sangrá” lo llaman. Un coitus interruptus en pleno subidón de
adrenalina.
De todo esto tuvimos oportunidad de hablar, tras regresar a tierra,
con Diego y Marta Crespo, presidente y vicepresidenta de la Organización
de Productores Pesqueros de Almadraba, dueños de la almadraba de Zahara
y con participación en las de Conil y Tarifa. Sentados a la mesa del
Campero, el restaurante sofisticado (y caro) de Barbate, donde lo mismo
te sirven sashimi al estilo japonés que mojama, los Crespo comenzaron a
hablar de su familia. Son la quinta generación de una saga que ha calado
almadrabas desde principios del siglo XX. Lo hicieron en las costas del
Protectorado de Marruecos, cuando en España funcionaba el Consorcio
Nacional Almadrabero, un monopolio heredero de las almadrabas que
explotó durante ocho siglos el ducado de Medina-Sidonia. En los setenta,
el consorcio entró en decadencia y se liquidó, y los Crespo decidieron
dar el salto a la Península. “Decían que no era una actividad rentable,
nos llamaban locos”, cuentan los primos. Empezaron en Barbate y luego en
Zahara, y a finales de la década, con la democracia abriéndose al
mundo, la familia llamó a las puertas del mercado japonés.
El país nipón consume cifras estratosféricas de atún crudo. Unas
270.000 toneladas en 2010, según datos que maneja el ICCAT. Quintuplica
la cantidad engullida por el segundo de la lista, Estados Unidos. De
entre los túnidos, el más valorado allí es el rojo: sus lomos de textura
tierna y veteados de grasa resultan, como suele decir Diego Crespo
cuando habla de sus ejemplares de almadraba, “calidad sashimi”. Devoran
unas 36.000 toneladas de esta especie, un 40% importadas. España es uno
de sus proveedores de referencia. El tercero en 2010, por detrás de
Malta y Croacia. Según la Secretaría de Estado de Comercio, en 2011
nuestro país vendió 1.970 toneladas de atún rojo a Japón por valor de 36,4 millones.
El kilo sale a unos 18,50 euros. Es nuestro principal cliente. Se lleva
el 70% de las exportaciones, presionando los caladeros del Atlántico y
el Mediterráneo.
Hoy, según el último informe del ICCAT, la especie parece en vías de
recuperación. Pero el descontrol de los años ochenta y noventa hizo
saltar las alarmas. Con el mercado del sushi en efervescencia, crecieron
las flotas del Mediterráneo, se extendió la pesca de cerco y las
avionetas surcaban el mar en busca de cardúmenes, una práctica hoy
prohibida. “El recurso comenzó a venirse abajo”, dice Diego Crespo ante
un plato de morrillo a la plancha. En 1998 se introdujeron por primera
vez restricciones en el Atlántico Este y el Mediterráneo. En 2002 se
fijó una cuota máxima de 32.000 toneladas. Pero la sobreexplotación no declarada
(los científicos estiman que llegó a duplicar la declarada) siguió
esquilmando las aguas. En 2006, el ICCAT propuso un plan de
recuperación, incluyendo controles exhaustivos y reduciendo
drásticamente la cuota hasta tocar fondo en 2012 (12.900 toneladas).
Este año, el cupo ha crecido ligeramente: 13.400 toneladas, unas 2.500
para España, 650 para las almadrabas. Aunque es posible mercadear con
los derechos de pesca. A finales de abril, Ricardo Fuentes, un
empresario murciano al que por aquí llaman el “Rockefeller del atún”,
pagó cinco millones a las cofradías de Gipuzkoa para comprar su cuota.
Casi media tonelada que estos días pesca la almadraba de Barbate, de la
que Fuentes es copropietario.
Nuestros hombres de Zahara miran de soslayo cuando oyen estas cosas.
Entre las aguas tienen otra batalla: hay una lancha sobre el copo, con
un tipo al que no habíamos visto antes dando instrucciones. El pelo
húmedo se le ha puesto tieso como a un gallo de pelea, los ojos le
chisporrotean y el neopreno deja al descubierto unos brazos gruesos como
patas de jamón curado. Es Rafael Márquez, segundo capitán de la
almadraba. Lanza el walkie-talkie al primero que ve y sube de un salto a
la barcaza. Las redes han quedado fofas con la sangrá, así que el
hombre berrea: “¡A ver cómo lo hacéis hoy… toda la mañana… cojones… hay
que ver… cago en la puta!”. De otro brinco, se lanza sobre una pequeña
barca a nuestra izquierda. Hay otra a su lado. Y otras tantas a la
derecha, y hombres diseminados por todas ellas largando la red.
“¡Arría!”, grita Rafael. “¡Tira copete!”. El olor a sal y a vida se
vuelve intenso. Y el borboteo cobra con un vigor macabro. Una bandada de
gaviotas describe un círculo en lo alto. Se oye el silbato del capitán.
Los hombres tiran como si arremangaran el calcetín, empujando los
atunes a la superficie. Se ayudan con unos ganchos herrumbrosos de cinco
dedos similares a un rastrillo, enganchados a unas poleas y a un motor.
Primero asoman un par de colas afiladas de un azul casi negro y
muestran la hilera de timoncitos amarillos del dorso. Desaparecen. Luego
un ejército de espinetas negras traza quiebros rápidos y caóticos en la
olla. El aleteo agita la marea y entra en ebullición. Se vuelve una
espuma blanca. Un atún engancha el morro entre las redes y uno de los
tenedores se suelta oscilando como una onda sobre las cabezas, y ahora
los peces comienzan a mostrar su lomo de un color gris irisado, apenas
ya sin agua, y se golpean unos a otros, rasgándose las fibras de las
aletas; y los hombres arrían, y las embarcaciones se juntan poco a poco,
y los atunes dan coletazos como si fueran sus últimas palpitaciones y
se ahogan y se voltean y se quedan panza arriba para morir.

Rafael Gomar maneja una de las grúas y ríe: “¡Premio!”. El otro
gruista prefiere: “¡Y otro perrito piloto!”. El Moro se abraza a uno de
los atunes y se deja elevar unos metros, y el buen humor coincide con
unas nubes que amenazan lluvia. Aún no deben de ser las diez de la
mañana cuando los 124 atunes llenan la bodega, y el Frialba y el
Bermúdez emprenden su regreso, y los hombres se recuestan y le quitan el
papel de plata a sus bocadillos.
Mientras charlamos con Márquez y nos cuenta cómo él es la cuarta
generación de almadraberos en su familia, y cómo heredó el puesto de su
padre, y cómo el oficio le recuerda a una mujer porque “o te enamoras a
primera vista, o no quieres volver a verla en tu puta vida”, y nos
muestra el corte de hoy en el brazo, y dice que este hedor denso a
sangre y salitre le recuerda a su casa; mientras nos cuenta esto y se
come una manzana, El Gitano zapatea eufórico en la cabina. Más tarde, a
eso de las siete, lo veremos en Ca Revuelta, sentado en la terraza junto
a los compañeros de Isla Cristina. Viven justo enfrente en unas casetas
desconchadas a las que llaman chancas y que la empresa ofrece a los
foráneos durante los seis meses de la temporada; allí, en el patio,
charlan tres mujeres, las tres concuñadas, mientras su suegra, Juana,
que ha parido cuatro almadraberos, peina en silencio a una nieta con
discapacidad. Nunca han visto una levantá, dicen. “Cualquier día nos
viene un marido muerto”. Cuando volvemos a Ca Revuelta, uno comenta que
no veía un copo tan cargado “desde el 84” y el resto ven pasar a
chavales con pelos de pincho y camisetas sin manga y a las chicas
embutidas en vestidos fosforescentes. Esta noche comienza la Feria del Atún de Barbate.
Pero eso ocurrirá después. De momento, El Gitano tiene la cabeza de
un atún entre las manos. El bicho está colgado del revés, le gotea un
hilillo granate de la boca. Los ojos son dorados, del tamaño de una
galleta. La piel es suave y fría al tacto, como la mesilla de metal en
un quirófano. Sus aletas se sienten filosas como cuchillas. Una grúa
alza el cuerpo magullado, que recuerda a la carrocería de un coche
accidentado, y el animal cruza hasta la boca de la nave, y allí lo dejan
caer. Dentro se escucha una sierra despiezando la cabeza y la cola y 30
empleados resbalan sobre la sangre con machetes en la mano. Al final de
la cadena de ronqueo solo quedan los lomos. Un tokiota de 33 años,
Horimizu Yosuke, se pasea con el gesto grave. Le cuelgan cintas de
colores del mono. Toma una de ellas y se acerca a un lomo y coloca la
cinta entre la carne abierta como un libro. Arrastra lo que queda del
atún y deja un reguero rojo tras sus pasos.
Los guerreros de la pesca, imágenes del trabajo en alta mar.
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