En su trabajo como director de una escuela primaria, Leonidas Nikas
está acostumbrado a ver a los niños jugar, reír y soñar con el futuro.
Sin embargo, en los últimos tiempos, ha empezado a ver otra cosa
totalmente distinta, algo que pensaba imposible en Grecia: niños que
rebuscan en los cubos de basura del colegio para encontrar algo que
llevarse a la boca; pequeños necesitados que piden a sus compañeros las
sobras de su comida; y a un chico de 11 años, Pantelis Petrakis,
retorcido de dolor por el hambre que pasa.
“No había comido prácticamente nada en casa”, explica Nikas, sentado
en su abarrotado despacho del colegio, que está situado cerca del puerto
del Pireo, en un barrio obrero de Atenas, mientras oímos a niños que
saltan a la cuerda en el patio. Cuenta que habló con los padres de
Pantelis y los vio avergonzados y humillados; le confesaron que llevaban
meses buscando trabajo sin resultado. Sus ahorros se habían esfumado y
vivían de pasta y ketchup.
“Ni en la peor de mis pesadillas podía haber imaginado que
llegaríamos a una situación así”, dice Nikas. “En Grecia, los niños
empiezan a venir al colegio muertos de hambre. Hay familias que no solo
tienen dificultades para encontrar trabajo, sino para sobrevivir”.
La economía griega está en caída libre, después de haberse contraído
un 20% en los últimos cinco años. El paro está por encima del 27%, el
mayor índice de Europa, y seis de cada 10 personas en busca de empleo
dicen que llevan más de un año sin trabajar. Estas cifras tan duras
están transformando las vidas de las familias griegas con hijos; cada
vez son más numerosos los niños que llegan al colegio hambrientos o mal
alimentados, incluso malnutridos, según datos proporcionados por varias
organizaciones privadas y el propio gobierno.
El año pasado, se calcula que el 10% de los alumnos griegos de
educación primaria y media padecían lo que los profesionales de la salud
pública denominan “inseguridad alimentaria”, es decir, que pasaban
hambre o corrían peligro de pasarla, dice la doctora Athena Linos,
profesora en la Facultad de Medicina de la Universidad de Atenas y
directora de un programa de ayuda alimentaria en Prolepsis, una ONG de
salud pública que ha estudiado la situación. “En materia de inseguridad
alimentaria, Gracia ha caído al nivel de algunos países africanos”,
asegura.
Los colegios griegos no tienen comedores subvencionados. Los alumnos
tienen que llevar su propia comida o comprársela en la cafetería. Y eso
tiene un coste que se ha vuelto inalcanzable para las familias con
escasos ingresos o ninguno. Sus problemas se han agravado, además, con
las nuevas medidas de austeridad exigidas por los acreedores de Grecia,
tales como más impuestos sobre la electricidad y recortes en los
subsidios a las familias numerosas. Como consecuencia, los padres que no
tienen trabajo están viendo desaparecer a toda velocidad sus ahorros y
sus prestaciones.
“No dejo de oír a mi alrededor: ‘Mis padres no tienen dinero. No
sabemos qué vamos a hacer’”, explica Evangelia Karakaxa, una vivaracha
chica de 15 años que estudia en el instituto número 9 de Acharnes.
Esta ciudad, una población obrera situada en las montañas de Ática,
era un centro de bullicio y actividad, gracias a las importaciones,
hasta que la crisis económica eliminó miles de puestos de trabajo.
Ahora, Evangelia dice que muchos de sus compañeros de clase pasan
hambre, y hace poco hubo un chico que se desmayó. Algunos niños están
empezando a tobar comida, añade. Aunque no lo disculpa, entiende su
situación. “Los que están bien alimentados nunca podrán comprender a los
que no lo están”, afirma.
“Nos han destrozado nuestros sueños”, continúa; sus padres están en
paro pero no tienen una situación tan mala como otros. Hace una pausa y
continúa en voz baja. “Dicen que, cuando uno se ahoga, ve pasar su vida
en un destello ante sus ojos: Tengo la sensación de que, en Grecia,
estamos ahogándonos en tierra firme”.
Alexandra Perri, que trabaja en el colegio, dice que al menos 60 de
los 280 alumnos sufren malnutrición. Niños que antes presumían de comer
dulces y carne hablan ahora de macarrones cocidos, lentejas, arroz o
patatas. “Lo más barato”, explica Perri. Este año, los casos de
malnutrición se han multiplicado. “Hace un año no estábamos así”, dice
Perri mientras intenta contener las lágrimas. “Lo aterrador es a qué
velocidad está deteriorándose la situación”.
El gobierno, que al principio dijo que las informaciones sobre este
tema eran exageradas, reconoció hace poco que tiene que “abordar el
problema de la malnutrición en las escuelas”. Ahora bien, dado que la
devolución del rescate es prioritaria, poco dinero va a quedar en las
arcas griegas para ocuparse de esta cuestión.
El director del colegio, Leonidas Nikas, es consciente de que el
gobierno griego está trabajando para arreglar la economía. Ahora que ya
no se habla de que Grecia vaya a abandonar la eurozona, el mundo
exterior tiene la impresión de que las cosas van mejor. “Pero que se lo
digan a la familia de Pantelis”, continúa. “Ellos no ven que sus vidas
hayan mejorado”.
En el piso de la familia, próximo al colegio, Themelina Petrakis, que
tiene las luces apagadas, me enseña su nevera y sus armarios. Dentro
hay poca cosa, aparte de unos cuantos botes de ketchup y otros
condimentos, algunos macarrones y sobras de una comida que le han dado
en el ayuntamiento.
La familia vivía bien e incluso ayudaba a otras más necesitadas hasta
el año pasado. Tenía un piso espacioso, una televisión de plasma y una
PlayStation.
Pero en diciembre despidieron a su marido, Michalis, de 41 años, que
trabajaba en una empresa de transportes. Llevaba cinco meses sin cobrar
el sueldo. El matrimonio dejó de poder pagar el alquiler, y en febrero
se les acabó el dinero.
“Cuando llamó el director del colegio, tuve que confesarle que no
teníamos comida”, dice la señora Petrakis, de 36 años, que abraza a
Pantelis con cariño mientras él mantiene la mirada baja.
Michalis Petrakis dice que el hecho de no haber encontrado otro
trabajo le hace sentirse menos hombre. Cuando empezaron a acabárseles
los alimentos, dejó de comer casi por completo, y empezó a perder peso.
“El verano pasado, cuando trabajaba, incluso tiraba el pan que me
sobraba”, dice entre lágrimas. “Ahora estoy aquí, sentado, con una
auténtica guerra dentro de mi cabeza, intentando pensar cómo vamos a
sobrevivir”.
Cuando tiene hambre, la señora Petrakis propone una solución. “Es muy
sencillo”, dice. “Cuando tengo hambre, me mareo, así que me duermo
hasta que se me pasa”.
Un informe elaborado por UNICEF en 2012 mostraba que, entre las
familias con niños más pobres de Grecia, más del 26% tenían una “dieta
pobre por motivos económicos”. El fenómeno ha afectado sobre todo a los
inmigrantes, pero se está extendiendo con rapidez entre los griegos que
viven en áreas urbanas y que tienen a uno o los dos cabezas de familia
en paro.
En las zonas rurales, por lo menos, la gente puede cultivar sus
alimentos. Pero eso no basta para erradicar el problema. A una hora de
coche al noroeste de Atenas, en la ciudad industrial de Asproprigos,
Nicos Tsoufar, de 42 años, tiene la mirada perdida mientras hablo con él
en la escuela a la que asisten sus tres hijos. El centro recibe
almuerzos preparados gracias a un programa organizado por Prolepsis.
Tsoufar dice que sus hijos necesitan esas comidas de manera urgente.
Lleva tres años sin encontrar trabajo. Ahora, dice, su familia vive
de lo que llama “una dieta a base de col”, que complementa con los
caracoles que encuentra en los campos de los alrededores. “Ya sé que la
col no basta para garantizar la nutrición”, dice con amargura, “pero no
hay alternativa”.
El gobierno y organizaciones como Prolepsis hacen lo que pueden. El
año pasado, la ONG puso en marcha un programa piloto que ofrece un
bocadillo, fruta y leche en 34 escuelas públicas en las que más de la
mitad de las 6.400 familias participantes decían que habían pasado
“hambre entre moderada y grave”.
Con el programa, ese porcentaje bajó al 41%. Financiado con una
donación de ocho millones de dólares concedida por la Fundación Stavros
Niarchos, una organización filantrópica internacional, este año se ha
ampliado a 20.000 niños en 120 centros educativos.
El ministro de Educación griego, Konstantinos Arvanitopoulos, dice
que el gobierno ha obtenido financiación de la Unión Europea para
ofrecer fruta y leche en las escuelas y vales para comer pan y queso.
También está colaborando con la Iglesia Ortodoxa para distribuir miles
de paquetes que cubran las necesidades básicas. “Es lo mínimo que
podemos hacer en esta difícil situación económica”, explica.
Leonidas Nikas, el director del colegio de Pantelis, ha decidido
hacerse cargo de las cosas en su propio centro y está organizando
campañas de recogida de alimentos. Le indigna ver que, en su opinión,
Europa no está teniendo en cuenta los problemas de Grecia.
“No digo que tengamos que limitarnos a esperar a que otros nos
ayuden”, dice. “Pero, si la Unión Europea no hace como esta escuela, en
la que todos están ayudándose entre sí porque somos una gran familia, no
tenemos futuro”.
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