“¿Diputado Di Battista?”. “Qué diputado ni diputado. Soy Alessandro.
Llámame ciudadano Alessandro. Como durante la Revolución francesa.
Nosotros somos el pueblo y lo que estamos haciendo aquí es la
revolución”. La revolución italiana echa a andar de la mano de 54
senadores y 108 diputados, representantes de una formación que no quiere ser partido:
sin sede, sin secretario ni cúpula, sin portavoces ni congresos, el
Movimiento 5 Estrellas cosechó el 25,5% de los votos. Un ejército de
perfectos desconocidos que en sus filas ha alistado a investigadores
desempleados, teleoperadoras, geólogos, abogados, recién licenciados,
biólogos con trabajos precarios, enfermeras, profesores de instituto y
maestros. Algo que en la mente del inspirador del movimiento, Beppe Grillo,
no representa a la sociedad civil, sino que es la sociedad civil. Sin
intermediarios, directamente servida en los escaños del Parlamento.
Alessandro di Battista es uno de sus rostros: 34 años, máster en
Derechos Humanos, hijo de ama de casa y empresario. Fue cooperante en
América Latina y publicó una investigación sobre los sicarios del
narcotráfico. “Tengo dos años más que la media de nuestros
parlamentarios; el 88% somos licenciados, muchos han vivido en el
extranjero y 4 de cada 10 son mujeres. No tenemos nada que ver con los
políticos de profesión, con los ladrones”. Ambos conceptos son sinónimos
para él. “Para mí la política es un servicio. Me siento como si me
hubieran hecho un contrato de trabajo temporal: cinco años para cambiar
el país. Estamos en guerra: la gente contra la oligarquía. Nuestro virus
se va a difundir por Europa”.
“Grillo encontró la fórmula de rentabilizar el hartazgo contra los
políticos. Su movimiento es un caso extraordinario de éxito: no recuerdo
una fuerza —sin los medios de Berlusconi— que en sus primeras generales
llegara a ser el partido más votado. Es un caso único en Europa que
crea un precedente”, comenta Gianfranco Pasquino, catedrático de
Ciencias Políticas en Bolonia. En varios países europeos la indignación
hacia la clase política tradicional tiene características parecidas.
Giulia Sarti, de 26 años, está haciendo la maleta para mudarse a la
capital. Nació en Rimini, la ciudad de Federico Fellini, y se licenció
en Bolonia en Derecho. En verano trabaja como animadora y en invierno
alternaba estudios y pasión política: el movimiento contra la energía
nuclear o contra la privatización del agua, por ejemplo. Como primer
acto quiere meter mano a la ley sobre la fecundación asistida: “Quiero
un Gobierno desvinculado de las presiones de la Iglesia, laico, que
reconozca los derechos de todos”, dice. Marta Grande, 25 años, elegida
para el Congreso por la región de Lacio, máster en estudios europeos,
señala que su prioridad es “traer de vuelta a casa a todos los jóvenes
que tuvieron que dejar Italia para buscarse un futuro. Quiero un país
del que no haya que huir si careces de enchufes”. Andrea Colletti,
abogado de 31 años, de Los Abruzos, pretende por su parte “subir las
penas para los grandes evasores fiscales”.
Del cielo con cinco estrellas a la tierra con agujeros en las cuentas
y en las calles, el paso no es fácil. Lo sabe uno de los primeros grillini
en medirse con una administración. Federico Pizzarotti, de 39 años,
informático en un banco ahora en excedencia, lleva nueve meses como
alcalde de Parma, acomodada ciudad del norte, pero aún parece incómodo
entre los brocados y los estandartes de su despacho. “El impacto con la
maquinaria municipal cuesta trabajo. Hay decenas de ejemplos. Para
activar un apartado en la web del Ayuntamiento donde los ciudadanos
pudieran darse de alta para mandarnos sugerencias tuvimos que esperar
cuatro meses. Si lo hacía yo, tardaba cuatro días”.
Parma eligió el M5S tras años de corrupción y especulación inmobiliaria.
“¿El secreto? No tener un electorado específico que complacer. Frente a
un problema, no pienso qué respuesta es de izquierdas y cuál de
derechas. Solo busco una justa”, dice Pizzarotti.
Sin embargo, la revolución de Parma no ha arrancado. La política “de
las pequeñas cosas y del sentido común” —así la define el alcalde—
cosecha resultados discontinuos. “Pagan su ingenuidad”, evalúa Andrea
Ansaloni, portavoz de la anterior junta muncipal conservadora. “Rechazan
tener a un director general que coordine el trabajo de los
funcionarios. La anterior administración tenía 80 entre asesores y
directivos, encargados a dedo y superremunerados. Hacer lo opuesto es un
símbolo de cambio, pero es poco operativo: los ocho concejales están
aislados en el Palacio, no consiguen activar los departamentos”. Y
muchas intenciones de sentido común se quedan en el aire.
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