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viernes, 13 de abril de 2012

La última noche de panchos y cervezas en La Pasiva de Ejido de Montevideo




La tristeza y la melancolía se traslucían anoche en mozos y clientes de La Pasiva. Después de 42 años el tradicional restaurante abandonó la esquina de 18 de Julio y Ejido. En poco tiempo habrá allí un Burguer King.

"Por lo general está limpio, pero hoy no. Acá es donde se hacían las pizzas, las pastas, los flanes", dice el empleado. Es donde funcionaba la cocina: el subsuelo de lo que hasta hoy era La Pasiva de 18 de Julio y Ejido.

El piso está sucio, las cámaras frigoríficas están vacías y la única comida que se ve son restos de muzzarella en algún plato y de fainá en un tacho de desperdicios.

Quien muestra esto es Álvaro Aunchayna, un corpulento cocinero de 40 años que trabajaba desde hace un año en el local. Abre una gruesa y antigua puerta de madera tras la que se ven unos grandes recipientes de metal. "La cerveza de barril. Están quedando… veinte litros", dice mientras muestra y sacude los recipientes.

En ese momento son las 18.15, y cuando se acabe esa cerveza quedará poco que hacer en el lugar. Álvaro toma un bidón de plástico blanco al que le quedan un par de litros de un líquido blanquecino: "La última mostaza de La Pasiva. Esta es la última, la original. La polenta", dice Álvaro con humor. Todo un símbolo de la casa: la mostaza de La Pasiva.

Arriba, en el comedor, el ruido de una sierra eléctrica y de una maza aturde al público. Se trata de cinco obreros que se dedican a desarmar el barril gigante de madera y metal que adorna el espacio.

Los cerca de veinte clientes que se reparten entre la barra y las mesas del interior del local intentan disfrutar sobre el chillido agudo alguno de los platos tradicionales: unos panchos, unas húngaras a la plancha y las últimas jarras de cerveza de barril. Los últimos que servirán los mozos de esta Pasiva.

Algunos clientes registran con las cámaras de fotos de sus celulares el final de uno de los íconos del paisaje urbano de Montevideo.

Una cliente de hace 19 años no puede entender por qué cierran la cervecería, cuyo local albergará a uno de la empresa Burguer King. Otra se acerca a Mario Barranqué, un mozo de 70 años de escaso cabello blanco, es homenajeado por la cliente. Barranqué, dice con orgullo, empezó a trabajar en La Pasiva el 3 de marzo de 1971, vio desfilar buena parte de la historia moderna en esa esquina clave de la ciudad. La mujer lo abraza emocionada y el mozo le dice: "Te conocí tan linda como ahora pero hace cuarenta años".

"Es difícil. Mi familia… Desde mis hijos a mis nietos nacieron trabajando yo acá. Viene esa desazón que le queda a uno en las postrimerías de la vida", confiesa Barranqué con los ojos humedecidos. La emoción que demuestra contrasta con el chirrido insoportable de las sierras y el pedido repentino de un cliente que se acerca en busca del último trofeo: un pancho planchado y una húngara.

El mismo Barranqué presenta a Luis, "un cliente, un señor". Luis, de unos 50 años, no oculta la pena que le da ver cómo desarman el local mientras sus amigos siguen trabajando.

"Yo jugaba al fútbol con los mozos. Ellos salen a la una de la mañana y jugamos contra otras Pasivas a las dos en Sudamérica", cuenta. Explica que estar ahí es como un pequeño homenaje. Muestra un pedazo de papel: "El último ticket…", y agrega, con orgullo: "Aparte, con panchos, ¿no?"

El ambiente no es de tristeza. Hay dolor, en eso coinciden todos. Pero no faltan las bromas y la ironía. "¡Se va La Pasiva! Como la Onda… La gente va a pasar y va a decir acá estaba La Pasiva", bromea. Es Aunchayna, que despide los últimos chops al grito de: "¡De los últimos tengo, de los últimos!", e ilustra la situación: "¿Viste los músicos del Titanic, que siguieron tocando? Bueno, acá pasa lo mismo", parodia con un grado de oportunismo histórico.

Él sabe que no puede compararse con los que llevan más de 40 años trabajando en este lugar. "Mañana a más de uno de los veteranos se les va a piantar un lagrimón", dice.

En la cocina, una pequeña bandera de Uruguay, de las que se cuelgan en las ventanas de los autos, se iza sobre una chimenea. "Es una promesa. Mañana lo último que voy a hacer es bajar aquella bandera uruguaya. La puse yo y la voy a sacar yo. La puse cuando supimos que nos íbamos, hace 30 días, nos dieron el ultimátum. La encontré en la calle, la lavé, aunque no se debe, y la colgué. Dije, cuando nos vayamos la voy a sacar. Cosillas", suspira el cocinero. Luego, antes de subir a cumplir con sus últimas horas, mira la cocina sucia y vacía y dice. "Lo que fue La Pasiva y lo que queda… ¡Dale un beso que se va!", agrega con humor y un trasfondo de amargura el robusto cocinero.

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