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domingo, 15 de abril de 2012

La Iglesia, el infierno y la diversidad sexual



Hace años, durante la audiencia general del 28 de julio de 1999, Juan Pablo II, por entonces máxima autoridad de la Iglesia católica, afirmó públicamente que el sheol [1] que se menciona en el Antiguo Testamento no era, teológicamente hablando, un lugar físico o material con una ubicación geoespacial concreta (las entrañas de la tierra), sino una condición espiritual particular del ser humano: “La situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida” [2]. Con estas declaraciones, que descartaban la escatología medieval del infierno como un lugar lleno de fuego y poblado de almas ardiendo en un escenario de sufrimiento y desesperación, tal y como aparece emblemáticamente representado en la Divina Comedia de Dante, Juan Pablo II dio un giro significativo a la concepción clásica del catolicismo sobre el infierno.

Aquella labor de ajuste teológico y dogmático del más allá no conectaba, sin embargo, con la sensibilidad de todos los miembros de la jerarquía católica. Contradiciendo a su predecesor, en marzo de 2007, durante una misa oficiada en la parroquia romana de Santa Felicidad e Hijos, Mártires, Benedicto XVI resucitó el planteamiento amenazante del infierno al declarar solemnemente que en la actualidad muchas personas se han olvidado de que si no “admiten la culpa y la promesa de no volver a pecar” corren el riesgo de sufrir una “condena eterna, el Infierno”; un infierno, añadió, “del que se habla poco en este tiempo” y que “existe y es eterno para quienes cierran su corazón al amor de Dios” [3].

No cabe duda de que históricamente el destino de lesbianas, gays, bisexuales (LGTB) y transexuales ha sido amargo: enviadas a la prisión como delincuentes, al psiquiátrico como enfermos mentales o al infierno como pecadores. No obstante, con el tiempo, esta situación ha ido cambiando. Hoy en día, en muchos países del mundo las personas LGTB ya no van a la prisión ni al psiquiátrico, aunque todavía no han conseguido liberarse de las llamas del infierno. Lo hemos vuelto a ver y a escuchar recientemente. En su homilía del pasado Viernes Santo, retransmitida en directo por la televisión pública, el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, quiso dirigirse a “todas aquellas personas que hoy, llevadas por tantas ideologías, acaban por no orientar bien lo que es la sexualidad humana, piensan ya desde niños que tienen atracción hacia las parejas del mismo sexo, y a veces para comprobarlo se corrompen y se prostituyen. O van a clubs de hombres”, para decirles, de manera tajante, cruel e inmisericorde, que seguro que “encuentran en el infierno”.

Sin duda, Benedicto XVI y Reig Pla están alienados en la misma dirección teológica conservadora, reaccionaria e insolidaria que resucita la doctrina del infierno religioso como castigo y amenaza, una de las ideas más temibles y hábilmente administradas que durante siglos sirvió para aterrorizar a la humanidad, creando innumerables pesadillas y perturbaciones. Por si fuera poco, las declaraciones del obispo Reig no se limitan al lenguaje de la amenaza, sino que además vinculan de manera inaceptable y torticera la homosexualidad con la prostitución, además de relacionarla con determinadas “ideologías” que desorientan y corrompen a las personas.

Me temo, señor Reig Pla, que afortunadamente usted y yo no compartimos la misma idea y visión del infierno. Déjeme decirle a usted, y todos los que piensan como usted, que el infierno de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales no es un infierno de azufre y llamaradas de fuego, como al que usted envía y condena a las personas LGTB por su condición sexual y afectiva. Desgraciadamente, el infierno de muchos gays, lesbianas, bisexuales y transexuales consiste, entre otras situaciones que podrían recordarse, en la persecución diaria que sufren alrededor del mundo; en la marginación, los encarcelamientos, las torturas y los asesinatos extrajudiciales cometidos contra ellos; en el olvido flagrante de sus derechos humanos; consiste en la complicidad y el silencio de quienes callan o miran para otro lado; en los chistes populares e insultos que degradan y humillan; en el acoso escolar que tantos jóvenes LGTB sufren cotidianamente en nuestras escuelas e institutos; en la hipocresía de la Iglesia católica, una institución auténtica y estrictamente homosexual [4] que impide el sacerdocio a mujeres y homosexuales “en activo”, como ustedes dicen, pero que no tiene reparos, entre otras tropelías conocidas, en encubrir y dar cobijo a auténticos depredadores y abusadores sexuales que en ocasiones se esconden tras las sotanas.

Yo no sé, señor Reig Pla, si usted es homosexual o no, o si alguna vez se ha visto arrojado a alguno de los infiernos cotidianos y reales que he señalado. Tal vez le convendría descender del altar y pasar una temporada en alguno de ellos. Estos infiernos aluden una realidad social y a una forma de violencia muy específica, aunque para referirse a ella haya distintos nombres: homofobia [5], lgtbfobia, armario, discriminación, patriarcado heterosexista, heteronormatividad, entre otros. ¿Le suenan de algo? La Iglesia católica es una de las principales instituciones internacionales generadoras de homofobia y, por tanto, corresponsable de la persistencia de la misma. Le animo, señor Reig Pla, a que se aleje de ese infierno amenazante y castigador del que usted tanto sabe y luche, como tantos cristianos y cristianas de buena fe, por acabar con el infierno de la homofobia, la discriminación social y el machismo que usted y la institución a la que usted pertenece reproducen y promueven con total impunidad. Me temo que es como pedir peras al olmo. Al menos demuestre tener un mínimo de sensibilidad y atrévase a pedir perdón de forma pública (¿quizá en televisión?). Probablemente también sea pedir mucho. En cualquier caso, y sea como sea, espero y deseo ardientemente no encontrarlo nunca en el infierno.

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