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domingo, 31 de octubre de 2010

La ciudad más limpia es la que menos se ensucia

La sentencia que sirve de título, no obstante su incuestionable obviedad, encierra una grandísima verdad que puede, por otra parte, aplicarse a otros ámbitos como, por ejemplo, la casa donde uno vive.

Yo, fumador de luenga data, me preocupo de tener a mano un cenicero, cosa de no sembrar el piso de cenizas y colillas aplastadas por la suela de mi zapato; asimismo, cuando lío un pitillo (cuando armo un tabaco, para decirlo en criollo) trato en lo posible de no desparramar hebras sobre superficies diversas. Claro está que luego debo ocuparme de vaciar los ceniceros y lavarlos cada tanto, así como juntar los restos de tabaco y tirarlos a la basura. Ni que hablar de otra infinidad de residuos varios tales como boletos de ómnibus, envoltorios diversos, bolsas del supermercado, cáscaras de frutas, yerba y otras yerbas.

Lo antedicho no es autobombo, pues calculo que ese comportamiento es común a la inmensa mayoría de mis congéneres uruguayos de clase media, poseedores --supongo-- de costumbres de higiene más o menos universalmente aceptadas; y cuando visito a familiares, vecinos, amigos, constato que sus casas exhiben un aspecto irreprochable.

Sin embargo, cuando me desplazo por la ciudad caminando por sus veredas, debo sortear una infinidad de objetos de variada índole que conforman la mugre más infame. Un somero inventario empieza por las numerosas heces caninas, sigue por bolsas de nailon que el viento se encarga de hacer volar cual barriletes, envoltorios de golosinas, paquetes de cigarrillos, boletos de ómnibus, papeles grasientos que probablemente contuvieron bizcochos, todo tipo y tamaño de botellas de plástico --algunas estrujadas y otras no--, algunas tapas corona, vidrios rotos --restos de una botella de cerveza--, filtros de cigarrillos, bandejas de poliuretano con restos de su contenido comestible, y algún chicle que se adhiere a la suela si camino inadvertidamente sobre él (algo que puede llegar a causarme un profundo fastidio y numerosas puteadas al pelotudo o pelotuda que lo escupió alegremente).

En este inventario no cuento toda la variedad de residuos prolijamente esparcidos alrededor de los contenedores.

Esto último se debe al accionar de algunos hurgadores inimputables, pero todo lo anterior no es obra de esos desdichados sino de gente como usted, caro lector, y como yo, que probablemente se muestra de lo más cuidadosa tratándose de la higiene de su hogar.

Parece un desdoblamiento de la personalidad, ¿verdad? Se ve que aquel eslogan de la Intendencia (ahora sustituido por "Montevideo de todos") que proclamaba "Montevideo, mi casa" no prendió en la mayoría de la población: los montevideanos no sienten como suya la ciudad. De otro modo, no mostrarían esa negligencia, ese desinterés por tener un entorno amigable, prolijo y lo más limpio posible.

La mamá que probablemente reprende severamente a su hijo si éste enchastra el sillón con migas de alfajor o si no arroja el envoltorio en la lata de basura, es la misma que nada dirá si ese mismo niño deja caer el mismo envoltorio de alfajor sobre la acera. Tampoco se hará ningún drama para limpiarle los mocos al mocoso y arrojar luego el moquiento pañuelo desechable contra el cordón o directamente sobre las baldosas de la vereda.

Entonces, no nos quejemos de los carritos ni de la negligencia de los funcionarios municipales encargados de la limpieza. Más bien, empecemos por adquirir pequeños hábitos de higiene urbana que no cuestan nada y ayudan, por lo menos, a no ensuciar demasiado el lugar donde nos movemos diariamente.

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