De todas las prioridades que Estados Unidos tiene para su futuro, una
de las más urgentes, pero de la que no se habló en la reciente campaña
electoral, es la del control de las armas de fuego, que causan más
muertes en este país que ninguna de las guerras en que se ve envuelto.
La matanza de ayer en Connecticut pone de nuevo ese asunto sobre la
mesa, pero difícilmente producirá resultados distintos y más positivos a
los de anteriores matanzas.
Desde Columbine, donde 12 niños y un profesor murieron
en una escuela a manos de un pistolero en 1999, han ocurrido en EE UU
18 similares tiroteos indiscriminados con consecuencias mortales, cuatro
más que en todo el resto del mundo. En el más sangriento de todos
ellos, 34 jóvenes estudiantes fueron acribillados por uno de sus
compañeros desequilibrado en la universidad de Virginia Tech en 2007.
Después de cada una de esas tragedias, algunas voces se alzaron para
poner control a la venta libre de armas de fuego, pero en cada una de
esas ocasiones se estrellaron con el muro del poderoso lobby que
controla ese negocio, uno de los que más dinero aporta a las campañas
políticas y que más capacidad de presión tiene sobre los miembros del
Congreso.
Tanto en Columbine, como en Virginia Tech, como en otras matanzas de
menos repercusión se comprobó que los asesinos solo pudieron cumplir sus
siniestros planes porque antes accedieron fácilmente a las armas que
necesitaban. En el caso de Connecticut, según los primeros datos, el
pistolero actuó con cuatro armas distintas, todas ellas legalmente
compradas.
Pese a eso, las normas para adquirir armas no solo no se han hecho
más exigentes sino que se han reducido. Hoy es legal en algunos estados
exhibir armas en lugares públicos o llevarlas cargadas en la guantera
del coche. En lo que va de año, el sistema nacional que contabiliza el
comercio de armas –National Instant Check System-
ha detectado 16.800.000 ventas de armas, lo que supone prácticamente el
doble de lo que se vendieron diez años antes. Si se tiene en cuanto que
esa cifra no tiene en cuenta que cada transacción puede incluir un
número casi ilimitado de piezas –desde un revolver a un fusil
automático-, es fácil calcular el volumen del problema al que se
enfrenta este país.
Los partidarios de las armas de fuego, que son una amplia mayoría en
ambos partidos políticos y una mayoría también entre la población,
justifican su posición en la defensa de la Segunda Enmienda de la
Constitución norteamericana, que, efectivamente, garantiza el derecho a
las armas, pero de forma suficientemente ambigua como para que varios
expertos hayan expresado dudas de que ese texto proteja el
desproporcionado comercio actual.
Haciendo un esfuerzo, puede entenderse esta afición a las armas por
algunas particularidades de la historia y del estilo de vida de este
país, donde millones de familias viven en zonas muy aisladas, lejos de
la protección inmediata de las autoridades. Igualmente, esa inclinación a
la autodefensa conecta con una sociedad individualista que no tiene
confianza en el estado ni cree que éste tenga la obligación de
protegerle.
Pero nada de eso es hoy suficiente para explicar un comercio de estas
proporciones. Entre 2006 y 2011, solo la venta de escopetas de caza
creció en un 30%. El año pasado, de los 14.000 asesinados en EE UU,
10.000 lo fueron por armas de fuego. Según datos oficiales, en 2009 hubo
casi 600 muertos en accidentes causados por armas y casi 19.000
suicidios por el mismo medio.
Pese a todo, durante los primeros cuatro años de la Administración de
Barack Obama no se ha pasado ni una sola ley relativa al control de las
armas. El presidente ha sugerido algunas iniciativas al respecto para
su segundo mandato, que no tienen muchas posibilidades de prosperar,
pero que han sido suficientes como para que el vicepresidente de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), Wayne LaPierre, alerte sobre la existencia de “un cerco contra la Segunda Enmienda”.
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