Ha llovido mucho desde que en 1978 los partidos catalanes
mayoritarios dieron su apoyo a una Constitución aparentemente abierta y
dinámica, hábil para encajar las aspiraciones de autogobierno. No
obstante, el tortuoso desarrollo del Estatuto de 1979 demostró la
rigidez de costuras y la ausencia de empatía de los sucesivos gobiernos,
especialmente cuando gozaban de asfixiantes mayorías absolutas. Tras la
sentencia del TC sobre el Estatuto de 2006 y las persistentes
dificultades para encontrar un mejor acomodo financiero, el catalanismo
político, que había perseverado secularmente en su divisa de “reformar”
España con las reglas del juego del Estado, hoy se siente fatigada.
No en vano el intento de reformar el Estatuto constituyó para muchos
el enésimo esfuerzo de lograr el reconocimiento debido a la personalidad
nacional de Cataluña, blindar las competencias de la Generalitat y
obtener un sistema de financiación más justo y equitativo. Pero,
paradójicamente, aunque el texto fue acordado e incluso laminado por el
Parlamento de Cataluña y las Cortes Generales, además de refrendado en
las urnas, el alto tribunal, groseramente politizado y con evidentes
vicios de legitimidad, desactivó buena parte de su contenido, actuando
displicentemente y con total falta de deferencia hacia el legislador
estatutario, erigiéndose nada menos que en un nuevo poder constituyente,
hasta generar un sentimiento colectivo a caballo entre la frustración y
la rabia contenida.
De rebote, los clásicos planteamientos federales, de larga tradición
en Cataluña, quedaron en entredicho al evidenciarse no solo la ausencia
de genuinas vocaciones federalistas en España, sino también por lo
absurdo de todo planteamiento consistente en admitir que Cataluña debe
disponer de instrumentos de soberanía para federarse de igual a igual.
Por ello, no debe extrañar que en el mainstream independentista
se hallen hoy muchos conspicuos federalistas, a quienes se les ha caído
la venda de los ojos al apercibirse de que nunca habían jugado en casa,
sino más bien en campo contrario. La percepción más extendida, pues,
entre la sociedad catalana es que el Madrid político rechazaba
nuevamente la mano tendida, algo que el 10 de julio de 2010 ya se
expresó con un millón de personas saliendo a la calle.
Dos años más tarde fueron muchos más los que se apoderaron de las
calles de Barcelona. Esta vez para reclamar que Cataluña se convierta en
un nuevo Estado de Europa. Ya no como expresión de una decepción ni
como reacción ante nada, sino como exhibición sin complejos de quien
está convencido de que puede tener futuro sin vivir permanentemente
instalado en la denuncia del agravio. El portazo sonoro y abrupto de
Mariano Rajoy a la propuesta de pacto fiscal, que incorporaba un
planteamiento contrario al actual esquema de centrifugación del gasto y
centralización de ingresos autonómicos, asestó el golpe final al pacto
constitucional. Pero cuando una puerta se cierra, otra se abre. El
Parlamento catalán acordó en un golpe de audacia que en la próxima
legislatura el pueblo catalán decidiese en las urnas su futuro, después
de unas elecciones anticipadas de corte plebiscitario. La incertidumbre
de este paso histórico no debe enmascarar que se vislumbra un cambio
histórico.
Claro está que la actual crisis económica ha exacerbado los ánimos.
Pero sobre todo porque ha mostrado con toda crudeza los efectos
negativos del déficit fiscal, algo que no es privativo de Cataluña, pero
cuya magnitud ha generado en el Principado un cronificado debate que
estos días se ha intensificado debido a la deuda acuciante de la
Generalitat y a las taquillas cerradas por los mercados, algo que en
buena medida explican los recortes del Estado de bienestar e impiden una
rápida reactivación económica. La crisis ha actuado como catalizador de
un vigoroso e insólito sentimiento soberanista que toma conciencia de
la necesidad de disponer de herramientas financieras, fiscales,
económicas y de decisión política para gestionar el futuro. La
humillación de implorar un rescate y la intervención de facto
de la tesorería de la Generalitat son un oxímoron: Cataluña aparece
empobrecida y sin recursos, a pesar de su potencial económico e
indudable solidaridad con el resto.
Así las cosas, al independentismo emocional, fundado en cuestiones de
identidad, lengua o cultura, se le une un independentismo de corte
posibilista, de adscripción identitaria difusa, en base a un cálculo de
oportunidad, de coste-beneficio. Este es un fenómeno nuevo, aunque ya
observado hace años en Quebec. Por ello, la determinación de Artur Mas y
del catalanismo no deja de ir al compás de la creciente centralidad
social de este pensamiento, que, como se vio en la manifestación del
11-S, se halla copado por una clase media muy castigada por la crisis y
que enarbola el estandarte. Además, las nuevas generaciones no se
alimentan ya de las “glorias catalanas” ni están atrapadas en la atávica
dialéctica Cataluña-España. Los hijos de la vieja inmigración, muchos
castellanohablantes, tienen hoy 50 años y no solo se sienten plenamente
catalanes, sino que desean lo mejor para ellos y sus hijos, y creen que
un Estado que posterga el eje mediterráneo, ejecuta el 35% de lo que
dice invertir o tolera un déficit fiscal del 8% del PIB es un lastre
para su progreso.
Y lo que antes podía parecer un movimiento reactivo o testimonial
ahora se ha convertido en un movimiento transversal, interclasista e
intergeneracional. Y ese es, precisamente, el principal antídoto contra
cualquier atisbo de fractura social. Hoy el objetivo del Estado no es
visto como un capricho de unas élites políticas autóctonas. Es algo
ampliamente compartido, nada excluyente. Incorpora a aquellos que en
Cataluña viven en una esfera social o mediática más impermeable a la
tradición del catalanismo, con independencia de la lengua que hablen o
de sus vínculos familiares o emocionales con España.
Este cambio en el paisaje lleva aparejado, además, un cambio en la
psicología colectiva: del fatalismo subsiguiente a toda derrota del
catalanismo, se ha pasado a una voluntad de desafío democrático. El
paradigma del victimismo pujolista, la combinación de tensión
identitaria y “pájaro en mano” se ha transmutado en una firmeza que ha
dejado aturdidos a quienes estaban tan acostumbrados a descabalgar las
intenciones catalanas con un arancel o con una enmienda. El cambio de
chip es tal que difícilmente se aceptaría ahora un nuevo intento de
salvar los muebles como el de Mas y Zapatero en pleno calvario
estatutario. La sociedad catalana ha tomado la delantera y son Mas y los
partidos los que hacen seguidismo, aunque amplifiquen sus consignas.
A partir de ahí, la cuestión es ¿cómo hacer posible en pleno siglo
XXI que esa opción sea aceptada por España y especialmente por la UE? El
punto de partida es, sin duda, un marco constitucional escayolado, que
no solo no permite la independencia, sino siquiera la convocatoria de un
referéndum a la quebequesa, como defendía en estas mismas páginas el
admirado Rubio Llorente. De hecho, la sentencia del TC llegó a negar la
condición de sujeto con entidad política a Cataluña. ¿Qué hacer, pues,
en un marco que parece expulsar el pluralismo nacional y la democracia?
La respuesta, desde el análisis comparado de los procesos de Quebec y
Escocia, teniendo en cuenta además los cambios operados en el derecho
internacional, es la convocatoria de un referéndum siguiendo un proceso
reglado y nunca unilateral, con todas las garantías democráticas.
Como ha puesto de relieve la Corte Suprema de Canadá en 1998, y
después el Tribunal de La Haya, lo legítimo, lo prevalente, es hoy la
voluntad democrática de la mayoría y no el orden constitucional interno
de los Estados. El mejor aliado, pues, de catalanes y escoceses son los
precedentes juridificados y el propio escenario europeo que asistió al
divorcio de terciopelo entre Chequia y Eslovaquia o ha visto alumbrar
decenas de nuevos Estados en el este de Europa y en los Balcanes las dos
últimas décadas. Ciertamente, puede discutirse el coste para las
partes. Pero la voluntad democrática que expresen las urnas resulta
imbatible.
Joan Ridao es profesor de Derecho
Constitucional de la Universidad de Barcelona y ESADE y fue secretario
general de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) de 2008 a 2011.
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