Cuando Mohamed Aziz
le explicó sus problemas con la hipoteca, Antonio Moreno ya padecía el
cáncer que le mató un año después. Habían sido vecinos y esa proximidad
les convirtió en amigos. Antonio pasaba las tardes cuidando con mimo su
pequeño huerto en una granja de Martorell, a 40 kilómetros de Barcelona.
Mohamed, que entonces se ganaba la vida como obrero, cuidaba de su
familia, llegada de Marruecos.
Un día, Mohamed se encontró a Antonio en una farmacia y le contó que se había quedado en paro,
que había dejado de pagar cuotas de la hipoteca y que el banco
amenazaba con echarle de casa, como así ocurrió después, en enero de
2011. Antonio no podía ayudarle, pero sabía quién podía hacerlo: su hijo
Dionisio, un modesto abogado con piso y despacho en el casco viejo de
Martorell.
“Antonio me dijo: ‘No te preocupes, voy a hablar con Dionisio y él te
ayudará’. Desde entonces, Dioni, yo le llamo así, siempre me ha llevado
de la mano”, cuenta Aziz sobre su “abogado y amigo”, protagonista
silencioso del caso que ha puesto patas arriba el sistema español
de desahucios y ha dado esperanza a miles de personas que han perdido
sus casas —o están camino de hacerlo— porque no pueden saldar sus deudas
con los bancos.
Dionisio Moreno, separado, de 43 años, vecino y “militante de
Martorell y su historia milenaria” es un hombre peculiar; para quienes
le conocen, excepcional: “Es una persona que engancha, que ha dado una
lección de valores humanos y éticos”, asegura Verónica Dávalos, abogada
de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH),
que ha pasado horas en su compañía para apoyarle. “Como este chico hay
pocos, siempre ayuda a los pobres y sin pedir nada a cambio”, ratifica
Aziz.
Sus periquitos —ahora tiene siete— ocupan un lugar central de la
casa. “Aquí no les molesta el ruido: ni veo la tele ni escucho la
radio”, explica Moreno. Los domestica lanzándolos contra las cortinas
rosas del comedor, que filtran la luz del sol. “Luego los regalo, sobre
todo a familias con niños, que son muy cariñosos”. “Yo, de hecho, soy
como un niño, tengo juguetitos por toda la casa”, añade sentado frente a
dos figurillas de caballeros de la Edad Media que hay en su despacho,
el lugar donde alumbró una idea que se ha demostrado brillante: invocar
los derechos del consumidor de la UE para denunciar cláusulas abusivas
en el préstamo hipotecario de Mohamed.
La inspiración, como se dice, le pilló trabajando. La pista para
vencer a Caixa Tarragona y evitar el desahucio del amigo de su padre se
la dio otro banco, que le había enviado “una de esas cartas de
publicidad”. Hablaba de unos productos financieros. El abogado trazó en
su mente una línea de conceptos (productos, clientes, consumidor...) que
le llevó a dar con la tecla adecuada. “Ha trabajado de forma magistral.
Lo que ha hecho tiene mucho mérito, ha renunciado a otros proyectos
profesionales por ayudar a un amigo”, sugiere Dávalos.
Prudente, Moreno no ha querido vender la piel del oso antes de
cazarlo. Por eso se ha mantenido en un silencio monacal hasta el jueves,
cuando se hizo pública la sentencia del Tribunal de Justicia
de la UE. Entonces, toda la tensión acumulada estalló en forma de
lágrimas. “Vaya, así me siento una persona importante”, bromeaba tras
conocer la buena nueva, rodeado por cámaras de televisión. Él insiste en
que es un abogado “sencillo y sin medios”, que vive solo, sin más
compañía que sus periquitos, y que vio en el caso de Aziz “una
injusticia” que debía ser subsanada.
El pleito le ha hecho perder dinero, pero no ha perdido la sonrisa.
“Ha sido como un hermano. Ha trabajado sin cobrar nada, todo lo ha
pagado él. No me dejaba pagar nada, ni las fotocopias. Hasta me ayudó a
comprar comida para mi familia”, recuerda el hombre desahuciado,
eternamente agradecido a su defensor. Cuando el banco le reclamó cuatro
meses atrasados de la hipoteca, Moreno se ofreció a poner de su bolsillo
una parte.
El abogado de Martorell ha vivido a través del caso Aziz una epopeya
personal y profesional que tuvo su culmen en el estrambótico viaje a
Luxemburgo para comparecer ante al Tribunal de Justicia de la Unión
Europea. “El hecho de que Dioni fuera a aquella vista fue determinante;
los jueces vieron de qué iba esto”, defiende Dávalos. “Me ha contado
tantas veces las anécdotas que parece que haya viajado con él”, añade.
El abogado tenía previsto aprovechar la vista a la Curia, en
Luxemburgo, para pasar un par de días en París con su pareja. Al final,
para no distraerse, fue solo. Compró los billetes más baratos que
encontró en una compañía de bajo coste y, desde el aeropuerto Charles de
Gaulle, viajó a Luxemburgo en coche. Como la hora de entrada al hotel
ya había pasado cuando llegó, se quedó sin alojamiento. Deambuló por
Bruselas hasta encontrar “un restaurante chino donde se podía leer
chambres [habitaciones]”. Allí pudo ducharse y dormir unas horas. Al día
siguiente, a las nueve de la mañana, tenía que defender el caso.
No fueron mejor las cosas el día del juicio. “¡Me encontré un atasco
descomunal para entrar a Luxemburgo!”. Se perdió varias veces. Primero
fue a parar a “un tribunal que no era”. Después, por culpa de unas
obras, acabó “en medio del bosque”. Hasta que un alma caritativa le
indicó el camino. Tras “rodear todo el edificio”, encontrarse “un par de
puertas cerradas” y colocarse precipitadamente “una toga francesa, con
un pañolón delante”, entró a la sala justo cuando hablaba el abogado del
banco. “Hice una reverencia y me bebí todo el agua que había. Luego me
llamaron al atril y tuve que hablar sin mirar ningún papel. Estaba muy
nervioso, pero fue bien”.
“Ha sido toda una aventura, pero no sé si querría vivir otra así”,
concluye Moreno, del que sus amigos destacan, como virtud primordial, la
bondad. Pese a esas dudas, el abogado dice, con cierto aire enigmático,
que sigue investigando sobre el drama de las hipotecas. “Creo que no
fueron los mercados, sino los bancos, quienes pusieron precio a los
pisos. Y lo hicieron en función de los préstamos que estaban dispuestos a
conceder”. Lo hará, dice, paso a paso y en silencio. “Su triunfo es el
triunfo de la hormiguita”, subraya la abogada de la PAH.
Más que abogado, en realidad Dionisio Moreno quería ser arqueólogo.
“Pero no pude rechazar la beca de un banco —ríe— para estudiar Derecho.
Me gustaba estudiar y el trato con la gente”, dice. Tras pasar unos años
en un despacho “corriente”, se lo montó por su cuenta. Ahora tiene su
sede en una pequeña habitación de casa. Como Carrie Mathison, la espía
de la CIA de Homeland, el abogado ordena sus pensamientos en un enorme
tablón de corcho que cuelga en la pared.
Al margen de su faceta altruista, a Moreno le gusta la novela
histórica, la cocina —el jueves preparó dos tartas de manzana para
celebrar la sentencia— y “salir al campo a buscar cosas”. “No encuentro
restos arqueológicos, pero sí espárragos”, ironiza. Siempre ha estado en
contacto con la naturaleza. De adolescente, trabajó en la granja de su
padre, junto a la que más tarde vivió Aziz. “Teníamos un terrenito con
gallinas y conejos. Mohamed, al que mi padre llamaba cariñosamente El
Negro, y un amigo suyo, venían a comprar huevos”.
El caso Aziz ha convertido a Moreno, a la fuerza, en un experto en
desahucios, a los que no es del todo ajeno. “De vez en cuando debo
algunas cuotas de mi hipoteca. Siempre voy justo, pero por ahora llego a
tiempo para pagar”. Para él, el caso no ha sido solo una lucha por
buscar soluciones contra el drama de los desahucios en España, sino
también una especie de terapia personal que le ha ayudado a superar el
duelo por la muerte de su padre. “Ha sido el juicio de mi vida; tapé esa
pérdida trabajando mucho”.
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