Hay excusas que no sirven. La importancia de las Ligas americanas es seguramente menor a la dureza de las Ligas europeas. Pero eso no explica los fracasos de selecciones como Francia o Italia y la segura caída en octavos de Alemania o Inglaterra. La mayoría de los jugadores americanos juegan en Ligas europeas y por lo tanto han sufrido los rigores del viejo continente.
La hiperprofesionalización del fútbol ha afectado en menor medida al sentimiento nacional de las selecciones americanas, muy identificadas con la defensa de sus respectivos países. La rutina dice que, por ejemplo, los futbolistas brasileños se reservan para las citas de su selección en cada Mundial y concluyen las Ligas de sus equipos a un nivel inferior a su promedio. Todo es discutible y seguramente nada es explicable al cien por cien.
Hay puntos de vista para todo. América ha apostado fuerte por sus selecciones, empezando por los entrenadores. El efecto Maradona, más que una apuesta táctica, trataba de impulsar la autoestima y la comunión más absoluta con un país que adora a El Pelusa. Brasil sigue la línea de la mano dura con Dunga, a sabiendas de que la genética de sus futbolistas siempre dejará libre el ramalazo del arte cuando haga falta. Chile ha apostado por Bielsa, un autor futbolístico con guión propio. México ha vuelto a confiar en Aguirre tras el fracaso de Hugo Sánchez. Y así sucesivamente. Sabida es la productividad histórica de futbolistas del continente americano, diseminados por todo el mundo. La fábrica no para. Y encima Argentina, un tanto avejentada, ha encontrado a Messi, sobre todo, a Agüero, a Higuaín para meter mucho más que miedo. Uruguay, de la mano de Forlán y Tabárez, no ha vuelto a ser lo que fue, pero ha recuperado la autoestima y Paraguay, con Martino, construye un fútbol interesante. EE UU se distingue sobre todo por su perseverancia y ya es un equipo temible. No es un milagro casual. Tampoco el de Asia.
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