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viernes, 29 de enero de 2010

La vergüenza de Honduras

El 28 de junio de 2009 el presidente constitucional de Honduras, Manuel Zelaya, fue destituido con un golpe de Estado, orquestado por la oligarquía hondureña, la derecha política y las Fuerzas Armadas de ese país.

El golpe de Estado fue apoyado por el empresariado hondureño, por prácticamente todos los medios de comunicación y por las jerarquías de la Iglesia Católica.

Esos respaldos se explican claramente en que los medios de comunicación pertenecen en su totalidad a la elite oligárquica que domina Honduras hace más de un siglo: el 3% más rico de la población concentra el 60% del ingreso.

Importantes sectores de la población hondureña desafiaron la represión y enfrentaron el golpe con una ejemplar resistencia que se prolongó durante meses. La dictadura sacó el Ejército a la calle, reprimió las manifestaciones, causó muertes, realizó detenciones masivas, incluso llenó un estadio de fútbol con detenidos, torturó y clausuró los pocos medios de comunicación que no se plegaron.

En una situación inédita, prácticamente toda la comunidad internacional condenó el golpe en un primer momento: fueron tajantes los pronunciamientos de la OEA, que expulsó a Honduras e incluso del propio Parlamento europeo. La dictadura hondureña quedó aislada internacionalmente y con los créditos internacionales cortados.

Transcurrido muy poco tiempo, ese bloque comenzó a tener fisuras, la primera vino desde EEUU que comenzó a buscar salidas propias y que además nunca cortó del todo el flujo financiero hacia el país. En medio del supuesto bloqueo financiero, el FMI habilitó un crédito a la dictadura y fondos fluyeron desde países usualmente usados como puentes por Washington. Repitiendo prácticas realizadas en los 80, cuando América Central estaba plagada de dictaduras, Taiwan e Israel cumplieron ese papel, en aquel entonces con ayuda militar, hoy con financiamiento.

El Mercosur y los gobiernos de izquierda de América Latina mantuvieron en todo momento una postura firme: no se puede aceptar un golpe de Estado, la única salida era la restitución del presidente Zelaya.

EEUU jugó distinto y de hecho avaló la salida ideada y promovida por la dictadura y la oligarquía hondureña: elecciones con Zelaya proscripto, miles de presos y el Ejército reprimiendo en las calles.

EEUU reconoció al gobierno surgido de esas elecciones encabezado por el derechista Porfirio Lobo, lo mismo hicieron los países latinoamericanos gobernados por la derecha: Panamá, Perú, Colombia y Costa Rica.

En estos días Lobo asumió la presidencia, para no dejar dudas, la primera medida que adoptó fue amnistiar a los golpistas para evitar cualquier juicio en su contra. Además el Congreso hondureño homenajeó al dictador Roberto Michelletti y lo nombró diputado vitalicio.

El éxito del golpismo en Honduras es una muy mala noticia para América Latina, para sus pueblos y para la democracia.

Es además, una dramática manera de recordar que la derecha no tiene límites para recuperar el poder y para frenar los cambios. Honduras no es un hecho aislado, para no recordar la conducta golpista de la derecha con la complicidad de EEUU el siglo pasado, basta recordar que durante este siglo se dieron golpes de Estado en Venezuela y Haití. A ello habría que agregar los intentos de desestabilización y separatismo de la oligarquía boliviana, las maniobras políticas de la derecha paraguaya y también de la guatemalteca, contra los gobiernos constitucionales.

América Latina ha iniciado un proceso de cambios y de unidad, pero éste no esta para nada libre de peligros: la reacción del poder económico y mediático, en ambos casos oligárquico, no tiene límites institucionales.

Por ello es importante no dudar y no caer en eufemismos: las dictaduras son inaceptables y los gobiernos surgidos de las dictaduras carecen de legitimidad. No hay lugar a medias tintas y también en ello hay diferencias claras entre los gobiernos progresistas y la derecha.

Honduras en su tragedia política e institucional lo muestra con meridiana claridad.

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